Conforme nos internamos en el tercer milenio y la cultura cibernética se vuelve parte cotidiana del mundo civilizado, los artilugios digitales nos enseñan que somos capaces de sortear los vaivenes del medio ambiente sin perder los elementos mecanicistas, sociales y lúdicos que nos caracterizan desde tiempos inmemoriales.
Muchos sectores de la sociedad esperan grandes cosas de una nueva red de comunicaciones mundial, incluso interplanetaria, continua y simultánea, posterior al internet actual.
El concepto de que una gran mente habrá de surgir de pronto si la gente está conectada día y noche mediante dispositivos digitales se debe a Joël de Rosnay, autor de libros al respecto (L´homme symbiotique, por ejemplo) y artífice de la profunda renovación que experimentó el Museo de Ciencias de París en la década de 1990.
“Nos encontramos en los albores de crear un nuevo organismo, de carácter mundial, al que podemos llamar el Cibionte (de cib, cibernética y bionte, ser biológico fantástico)”, me dijo de Rosnay en una de esas ocasiones que pude charlar con él, “dicho Cibionte ahora se comunica por medio de teclados y ratones, pero en algún momento lo hará con solo pensar. Si en sus sueños el Cibionte se rebela en contra de sus creadores, es nuestra responsabilidad evitarlo. Pero no es posible ignorar el embeleso de la multiplicidad que caracteriza nuestra forma de ser”.
El usuario pondrá a disposición del Cibionte su capacidad neuronal. Habrá de construirse un enorme entramado de células nerviosas y dispositivos digitales, prótesis universales, millones de músicos improvisando, cientos de miles de poetas versificando, docenas de millones de reporteros transmitiendo en tiempo real la noticia.
Pues, a final de cuentas, ¿qué es el sistema nervioso sino un montón de cuasi músicos reunidos en una improvisación jazzística, cuyo resultado es producto del constante intercambio de ideas y experiencias? Nuestro cerebro contiene alrededor de 80 mil millones de neuronas, cada una de las cuales mantiene interacciones con unas 10 mil.
“Colaboran en grupos, como si fueran oleadas, ya sea para despertarnos y buscar la primera taza de café, o bien para ordenar nuestro itinerario del día”, me comentó la destacada pensadora de lo que significan la mente y la conciencia estudiándolas con bases neurológicas, la baronesa Susan Greenfield, cuando platiqué con ella en la Royal Institution de Londres.
Si lo multipicamos por los millones de personas que están participando alrededor del mundo en el experimento en tiempo real que llamamos internet nos haremos una idea de su magnitud, pues un sello característico de la hipermodernidad es la exacerbación de las escalas: El edificio más alto, la travesía más larga, el incendio más arrasador, el fuego pirotécnico más voluminoso y explosivo, el asesinato en masa más numeroso. No es que esta aspiración humana por romper marcas sea nueva, sino lo que es inédito es la magnitud.
¿Alcanzaremos el estado de introspección de Pitágoras, quien soñaba con haber vivido otras vidas? Como un cronista de su propia mente, aseguraba haber combatido en Troya bajo la piel de Euforbo y, por tanto, sintió en carne propia las heridas fatales que Menelao le propinó, luego de haber herido a Patroclo y antes de que éste cayera bajo la espada de Héctor.
El destino onírico de Pitágoras, como el Cibionte, tienta a Íncubo, demonio que se posa sobre las personas dormidas y está relacionado con la parálisis del sueño, con una especie de cárcel onírica, de donde algunos nunca desean salir. En opinión de Joël de Rosnay, millones de personas en el mundo se encuentran en este ambiente que algunos llaman “el modo zombie”. Es necesario despertarlos.
Sin embargo, Ovidio presenta a Pitágoras como un Buda, asegura Ítalo Calvino, alguien que conoce la esencia fútil del devenir, la unicidad de la muerte frente a la ilusoria multiplicidad de la vida.
Sueños pitagóricos, exactitudes múltiples. Eso sucede con el dióxido de Vanadio, compuesto que tiene propiedades extraordinarias a nivel nanométrico, pues resulta capaz de cambiar de forma, tamaño, incluso de identidad física, así como de incrementar su potencia, por ejemplo, para lanzar objetos más pesados que su propio peso y de una manera muy rápida.
Aun así, podemos llevar a cabo muchas tareas sin necesidad de la conciencia, pero nunca aquéllas que han adquirido un valor especial, como escribir una novela, pintar un cuadro, componer e interpretar una partitura, desarrollar una ecuación, diseñar un edificio. Nada de esto podríamos hacerlo en modo zombie.
Esto es precisamente lo que demuestra la generación de textos e imágenes mediante inteligencia artificial. Imitan en modo zombie solo una parte de la conciencia, aliada de los hilos a cargo de la imaginación que gobierna el comportamiento exponencialmente más complejo de cangrejos, pulpos, gatos, humanos.
Joël de Rosnay me platicó que había escuchado a un hombre de mediana edad decirle a su hija adolescente: “No cabe duda de que las exageraciones son una forma de multiplicidad”. Y remató: “Colonizar Marte es una exageración”.
Según de Rosnay, a pesar de las quejas del padre aquel, sin duda la humanidad llevará a cabo semejante empresa marciana, sin importar que Íncubo gobierne su precario descanso en el horizonte marciano e intente pervertir al Cibionte.
Una manera de defendernos será generar cultura, multiplicidad de soportes, medios para compartir y almacenar un paquete de datos, ya sea un libro o una sinfonía, papas, trigo o manzanas. Sobre todo genes, un tesoro ancestral de los organismos vivos que deberían perseverar hasta el final de los tiempos.
Deshacer la parálisis mediante implantes cerebrales es una forma de mover los hilos de la multiplicidad. Calvino pone como ejemplo la novela múltiple de Georges Perec: La vida, manual del usuario, obra concebida fuera del yo: varios participantes con sus historias que alimentan una máquina dotada de IA y que actúa como editora, como tejedora de las historias que va gestionando con cada uno de los humanos, desprendiendo gradualmente al hiperrelato de sus respectivos “yoes” apoyándose en los miles de millones de petabytes que guardan información de la realidad.
¿Cómo deben interpretarse las alucinaciones lúcidas? Para el explorador de los fallos mentales, Oliver Sacks, por experiencia propia sabía que este tipo de condicionantes extremas sobre la conciencia no se interpretan, pues no son sueños. Buscan una cura, al menos una explicación.
Así que la pregunta de fondo es: ¿Cómo la maquinaria cerebral provoca el teatro de la mente? ¿Por qué, en palabras de John Milton, poseemos “un lugar en sí mismo”, un yo en el que un cielo puede volverse un infierno y viceversa?
El córtex inferotemporal, donde, según Sacks, se encuentran las imágenes visuales imaginarias, aloja fragmentos de nuestra fantasía pasajera, millones de ficciones codificadas en determinados grupos neuronales que desempeñan un papel clave en la conformación del yo y nuestro comportamiento dentro del mundo real.
Vemos con los ojos lo que permanece en nuestro cerebro. El Cibionte deberá nutrirse de estos millones de ficciones, siempre alerta de no caer en el letargo pernicioso al que invita caer Íncubo.
Es poco probable que hoy en día alguien dude de que todos los organismos poseemos alguna clase de conciencia. ¿Podemos decir entonces que una amiba contrae sus seudópodos ante la presencia cercana de una gota de un cloruro fuerte (sodio o potasio) porque se siente amenazada?
¿Una lombriz de tierra manifiesta fototropismo y huye de la luz intensa para buscar la sombra debido a un sentimiento de supervivencia? ¿Los tiburones que reposan sobre el suelo de una caverna por la que circula una corriente, cosa que les permite respirar sin moverse, lo hacen por placer?
Y para nosotros, los humanos, delineados por nuestras complejidades y simplezas, ¿el repertorio de nuestras emociones representa alguna ventaja evolutiva en la construcción del Cibionte y frente al acecho de Íncubo?