En el lejano 1893 los habitantes de Santiago de Cuba oyeron percusiones y guitarras tejiendo armonías en una cadencia como nunca antes se escuchó en la isla entera; invocaban la melancólica elegancia, tirana del amor.
Había sonado los acordes del primer bolero de la historia, compuesto por Pepe Sánchez. Tristezas se llamó. Pero en realidad quien lo había concebido fue Agustín Caballero, pensando en Jackie y solo en ella, entonces una adolescente que sobresalía por su radiante belleza. Y él se sentía triste porque no podía cortejarla. Aún.
Diez años después Agustín Caballero se ganaba la vida repartiendo cartas al cubano esperanzado, paquetes al isleño oficioso y también al sacacorchos de Matanzas, no discriminaba a nadie. Entonces la vida le sonrió cuando los ojos de Jackie se fijaron en él.
“Moreno suertudo”, le gritaban, pues estaba aprendiendo a mover sus largas piernas con pausa y desenfado junto a la hermosa, menuda figura de Jackie. Sus largos besos los marcaron para siempre.
En Varadero lo llamaban ahora el príncipe del bolero, aunque en realidad era ella quien los cantaba y bailaba sin igual. No había mujer que rivalizara con sus redondeces y gracia al danzar. Frente a la playa, al caer la tarde, sus ojos de miel reflejaban como ninguna el brillo del sol languideciente.
A lo largo de las calles de La Habana, Agustín Caballero llegó a ser conocido por su boca floja y pies ligeros; por cuidar el trasero de Jackie, pues cuando no cantaba boleros, lo movía, demostrando cómo la mesura y la sensualidad podían andar de la mano.
Y no había nada qué hacer, excepto admirarla, venerarla, aplaudirla. A los que babeaban por ella y querían pasarse de listos, Agustín Caballero los apartaba con la autoridad que ella le concedía.
“Ése se mueve con la gracia de los monos que aprenden cosas”, opinó la madre de Jackie cuando el pretendiente la visitó por primera vez. Pero Jackie no hizo caso, algo tenía el moreno que embelesaba. A pesar de que el bruto no sabía cómo pedirle matrimonio, ella se mostraba paciente y cariñosa.
Así llegó 1904. Jackie fue contratada para presentarse en el hotel Inglaterra. Durante los intermedios lo animaba. Se trataba de momentos llenos de soledad y afecto, en una isla rodeada de tiburones ansiosos.
Un día se enteraron del gran borondongo que se estaba armando en la ciudad americana de Saint Louis. “Chico, si has sido bueno para fatigar las calles de Santiago y La Habana, ahora es tu oportunidad de exportar tu arte al mundo. ¡Haz que pase algo, cariño!”, exclamó ella.
Agustín Caballero la miró con aires de suficiencia, pero luego agachó la cabeza, sonrió. Jackie tenía razón. Al día siguiente renunció a su trabajo como repartidor del servicio postal cubano y se acercó a la plaza con una caja de madera que aún olía a sustancia jabonosa. Se subió en la caja; a todo pulmón comenzó a soltar la boca: “Voy a correr cuarenta kilómetros en las Olimpiadas de Saint Louis, que están ahí nomá, ¡ayúdame a llegar!”.
“¡Tú está loco, chico!”, replicaron algunos señores que pasaban, creyéndolo un nuevo limpiabotas. “¡Coño, qué facha!”, maldijeron otros transeúntes, “¡y pa’ que te lo sepa, son cuarentaidó kilómetro!”.
Ella cantaba boleros con la esperanza de apaciguar a los cubanos industriosos. Gracias a su magnífica voz, a las pocas semanas Jackie había reunido dólares suficientes para cumplir el sueño de Agustín Caballero y de todos aquellos que confiaron en que se subiría al podio olímpico.
Una noche se acercó a ella un figurín malnacido, queriendo seducirla. Jackie lo barrió con la mirada y dijo: “Si hubiera o hubiese, no andaría con ése”.
Agustín Caballero llegó a la ineludible conclusión de que tomaría el barco, remontaría el Golfo de México y conquistaría el continente con el único propósito de honrar los gestos de su amada.
“Voy adonde el sol pega duro”, se dijo a sí mismo, “a través de la miserable lluvia y en contra del persistente viento del Golfo. Voy a deslizarme como un guijarro en la superficie del agua. Jackie es mi vela al viento. No seré marinero, pero sí capitán olímpico, ¡sí que sí, señor!”. Desembarcó en Nueva Orléans, donde poco tardó en ceder a las tentaciones de la calle Bourbon.
Además, estaba urgido por demostrar que mascaba el idioma inglés. La gente lo miraba con curiosidad, aunque él apenas podía distinguir sus rostros. Bailó sin parar tres días con sus noches. Todo mundo parecía hablarle, aunque se trataba del eco en su cabeza. Entusiasmado, ordenó un traje de lino color amarillo huevo con un sastre de la zona francesa, al este de Canal street, donde vivían criollos, negros y mestizos que habían prosperado.
Satisfecho por su nueva compra, bebió de más y se perdió en un callejón aledaño al puerto, donde conoció a tres amigos de lo ajeno, quienes lo encaminaron hacia la zona americana, al oeste de Canal street. Ahí habitaban esclavos negros emancipados, pobres y sin educación.
Pudo haber sido la humedad imperante, o por una neblina persistente en el camino, el caso es que no les agradó el traje que Agustín Caballero acababa de estrenar. Antes de cruzar Canal decidieron desplumarlo, pero la suerte quiso que en ese instante se apareciera un carro de policía. Los malandros corrieron de manera instintiva hacia el lado oeste de la ciudad; él hizo lo mismo, aunque en sentido contrario.
Su zancada le evitó la pena de tener que escurrirse desnudo por las calles de Nueva Orléans. Lo habrían arrestado, se habría consumido en una cárcel estatal. No fue así. Metió la mano al bolsillo de su pantalón, tanteó; ahí seguían los dólares que Jackie consiguió para él.
Antes, tomó una siesta. Soñó que estaba en la arena garabateando palabras que había escrito en un sueño de otro, durante una noche sin contornos. Cansado, se resignó a vivir envuelto en ese letargo. El camino nublado sabía amargo. Entonces despertó, almorzó un generoso plato de negro pobre; luego caminó hacia la carretera, donde comenzó a pedir aventones. Gastó los últimos dólares de Jackie en abordar un autobús que lo llevó a Saint Louis.
En la misma la terminal una señora piadosa, que acababa de despedir a su marido, comprendió su urgencia y lo llevó hasta la puerta del estadio. Pocos minutos antes del inicio de la carrera de maratón Agustín Caballero se presentó ante los jueces. Dado que no traía consigo más que lo que llevaba puesto, éstos pidieron tijeras para recortar el traje de lino en las extremidades y, así, confeccionarle un atuendo más propio de una justa deportiva.
Una vez listo el último de los treinta competidores, los jueces dieron la señal de inicio. Agustín Caballero se dio el lujo de completar en un abrir y cerrar de ojos las cinco vueltas reglamentarias antes de salir del estadio. Atravesó la densa nube de polvo que provocaban el carro principal, jalado por caballos, donde iban jueces y la esposa del presidente de la nación, y los automóviles que marchaban adelante de los corredores, repletos de curiosos pudientes, más uno que otro reportero y su fotógrafo. Luego siguió como si nada, dejando muy atrás a los rivales.
Las pocas personas que caminaban por las calles miraban el desarrollo de la competencia, algunas con curiosidad, otras con recelo. En medio del infernal calor hubo quienes comenzaron a aplaudirle. Entonces le ganó su alma histriónica; se detuvo para hablar con dos jóvenes negras, quienes esperaban la oportunidad de cruzar la avenida para empujar las carreolas y los bebés de sus patronas antes de que el sol acabara con ellos.
Agustín Caballero insistió y se puso a bailar alrededor de las nanas. Rieron. Cuando se dio cuenta, había sido dejado atrás por Lorz, Hicks y diez corredores más. Se despidió de las muchachas, asegurándoles en su inglés champurrado que retornaría una vez que se coronara campeón.
Empezó a rebasar de nuevo; notó que Lorz había desparecido, no así Hicks y dos negros de babero azul. Luego se enteró de que estos últimos eran invitados especiales representando el sur de África, cuya misión era demostrar la superioridad racial de los “salvajes del mundo” en una Olimpiada.
Entonces sintió hambre, pues el tipo que le había dado el último aventón no cargaba más que cigarrillos y whiskey. Descubrió que un juez de la carrera había dejado una bolsa de duraznos sobre la mesa de control.
Pasó corriendo y los tomó. La media docena de frutos le abrieron más el apetito. Como estaba confiado en su paso, pues el calor no parecía incomodarlo, se detuvo ante un manzano. A pesar de que los frutos del árbol se veían muy verdes, arrancó un par y los engulló.
Los calambres no se hicieron esperar. Chilló, gritó, expulsó gases en medio de interminables retortijones. Sintió mareo y náuseas. Estaba acalenturado y la piel se le puso rojiza.
No podía escuchar bien, tenía la lengua hinchada. Aun así, logró reincorporarse y alcanzó la meta en cuarto lugar. No pudo subirse al podio olímpico, pero estuvo muy cerca, tanto que un músico de Matanzas compuso un bolero, cuyos versos narraban el periplo del improvisado maratonista Agustín Caballero, quien había corrido en honor de Jackie y su pausado amor.
Algunos reporteros se acercaron a entrevistarlo. “Lo único que deseo es volver con ella”, declaró, “quiero celebrar el brillo de sus ojos, porque cuando éramos extraños la veía pasar a la distancia, sin atreverme a decirle nada; cuando nos amamos, lo hice con todo mi corazón, ¿me entiende, caballero?”.