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jueves, noviembre 21, 2024

Colateral

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Uno de los vínculos más antiguos entre proto-artistas y proto-científicos surgió en el momento histórico en que empezaron a compartir el interés por comprender la naturaleza del espacio, el tiempo y la luz.  

Fue hasta después de que quienes estaban interesados en provocar sensaciones, incluso sentimientos y emociones, y contar una historia, tuvieron una idea cabal de dichos parámetros físicos, y consiguieron plasmarla en el lienzo o la piedra, cuando comenzaron a abrirse otras posibilidades de conocer los estados extremos de la conciencia animal y humana, como son nacer, soñar, morir.  

Miles de años más tarde, cuando este proceso maduró, se pudo pasar a un nuevo estadio en el arte, donde llegarían a dominar la escena, no simplemente los organismos vivos, más allá de las piedras y los paisajes, sino lo que nos sucede cuando experimentamos semejantes estados extremos a lo largo de nuestra existencia. Nacemos y morimos una vez, pero soñamos muchas veces. 

Antes de la aparición de las ciencias modernas hubo un acercamiento metódico a la naturaleza muy débil; el pensamiento egipcio, indio, maya, el de las diversas culturas indígenas en general, no establecía una línea clara entre el yo interno y el mundo exterior.  

Tampoco se sabía con certeza cuál era la línea divisoria entre las realidades subjetiva y objetiva. El mito, el trance, el sueño, la muerte se mezclaban con la vida cotidiana y la gente creía a pie juntillas en su inviolable trama. No fue sino hasta la consolidación de la cultura helénica cuando surgió la duda racional, aguja que inició la tenaz labor de destejer los retorcidos hilos, milenarios, atávicos. El alfabeto indo-árabe trajo consigo una nueva concepción del espacio y el tiempo, y con ello una forma más sencilla y poderosa de comunicarse. Ahora se podía discurrir sobre cualquier tema relacionado con los sucesos de la vida diaria de una manera lógica. Esta manera horizontal de expresar los pensamientos más íntimos con unas cuantas vocales y una veintena de consonantes fue la primera forma de arte abstracto.  

Poco a poco, cada vez más personas comenzaron a entender el mundo de una manera diferente, abandonando los ideogramas por un alfabeto que ponía mayor énfasis en el pensamiento opuesto a lo concreto, en la linealidad de las cosas y en la continuidad que había en ellas. Estos tres aspectos dieron paso a una novedosa concepción del espacio, el tiempo y la luz que florecería siglos más tarde.  

De hecho, en los museos originales se enseñaba matemáticas, pues eran sitios dedicados a las musas. Y ellas sabían, por boca de un matemático llamado Euclides, que el espacio podía codificarse mediante la geometría.  

Es cierto que los egipcios, babilonios, hindúes, mayas y otros pueblos antiguos habían descubierto pedazos de esta forma de penetrar en la realidad. Sin embargo, Euclides fue quien reunió el rompecabezas, traduciendo un pensamiento abstracto en diagramas que formaban un sistema coherente y capaz de ayudarnos a predecir acontecimientos futuros.  

Postuló algunos axiomas, es decir, hechos irrefutables, tales como “dos líneas paralelas nunca se cruzarán” y “todos los ángulos rectos son iguales entre sí”, sobre los cuales se ha cimentado gran parte del mundo que nos rodea.  

Aunque en su época (300 años antes de nuestra era) no se había confirmado la existencia del átomo, ni mucho menos la de partículas más pequeñas como los quarks, propuso algo crucial: que la geometría era algo externo a nuestra realidad subjetiva.  

Desde nuestra perspectiva interior el espacio está organizado en una secuencia conectada de puntos imaginarios, una red de líneas rectas que, de hecho, no existen en la naturaleza. La geometría euclidiana es, por tanto, producto de una abstracción pura.  

Sabemos que a ella contribuyeron Platón, Arquímedes y Zenón, entre otros pensadores, asumiendo la idea de que el espacio, en principio, está totalmente vacío. ¿Y no es éste el principio que estimuló desde sus comienzos tanto las artes visuales como las escénicas? Si el espacio está vacío, había que llenarlo, de preferencia con algo bello y armonioso.  

Esta nueva concepción del espacio desplazó también las viejas creencias acerca de la circularidad del tiempo. Al imponer un sentido lineal en los sucesos, tanto la filosofía natural como las artes sufrieron una profunda transformación. El regreso de las estaciones cada año, la salida y la caída del sol, de pronto dejaron de ser evidencia de lo que significaba el paso del tiempo. La muerte tuvo ahora un sentido lineal y los sucesos se movían inexorablemente en una sola dirección.  

Aristóteles fue el padre de esta nueva forma de ver el tiempo. La lógica empleada por él nos muestra cuán articulados estaban estos balbuceos, casi listos para crear lo que conocemos hoy como ciencia. Sin embargo, como se sabe, hubo un periodo durante el cual la turbulencia social y religiosa provocó que este conocimiento se extraviara. No había, además, instrumentos que pudieran corroborar ciertas ideas, como la existencia del átomo, por ejemplo.  

Fue solo hasta que las grandes religiones monoteístas maduraron, entrada la Edad Media, cuando los discretos descubrimientos de unos cuantos florecieron y se redescubrió parte de la obra de los maestros griegos mencionados.  

El término clásico, que se aplica a ciertas obras de arte, proviene de este encuentro entre la razón y lo imaginario. La causalidad, la lógica, la proporción perfecta eran ideales comunes para los artistas que conocieron a Platón y para quienes vinieron después. Estudiar la fisonomía de las personas y los animales, encontrar el rectángulo dorado en las construcciones arquitectónicas se convirtió en una pasión para unos, en una obsesión para otros.  

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