A un par de cuadras de Albemarle, calle londinense donde se localiza la Royal Institution, abren sus puertas algunas tiendas de pieles. Anti-viviseccionistas rabiosos gritan en la acera de enfrente a todo el que pasa: “¿Tu mamá viste una de éstas? ¡Si tuvieras alguna conciencia, te avergonzaría ser su hijo!”. No me siento aludido, apresuro el paso porque debo encontrarme en dicho instituto con la baronesa Susan Greenfield, neurocientífica que renovó la lectura del fenómeno múltiple llamado, precisamente, conciencia, una calamidad para Miguel de Unamuno. “Es más”, asevera el poeta euskadi, “el hombre, por ser hombre, por tener conciencia, es ya, respecto al burro o a un cangrejo, un animal enfermo”.
“Se atribuye a Sócrates la frase: `Solo sé que nada sé´, recurso didáctico cuyo propósito es recordarnos que la falta de conocimiento encuentra una solución en el aprendizaje múltiple y coordinado”, asegura Susan, “uno siempre sabe algo, aunque no tiene conciencia cabal de sus conocimientos hasta que lo relaciona con otra cosa. Pero esto no es suficiente, excepto si reflexiona en ello, si lo analiza en sus múltiples facetas, lo cual puede ocurrir en instantes o en años. Entonces lo habrá comprendido. Ese momento de lucidez no difiere mucho del despertar con el aroma del café apenas hecho, o de el de una sirena que provoca un sobresalto. Ambos están gobernados por la respuesta de grupos de neuronas, las cuales se asocian y disocian a fin de responder al entorno, como si de un oleaje se tratara”.
La autoconciencia, o identidad propia, individual, es un fenómeno neurofisiológico, pero con un entramado bioquímico tan complejo que resulta imposible deslindarlo de otras posibles explicaciones. Una visión hipermoderna del cuerpo en general, y el cerebro en particular, los mira como objetos múltiples, entes materiales que responden a las leyes de la física. Somos tejidos formados por células integradas mediante materiales que generan diferentes moléculas, las cuales, a su vez, se hallan estructuradas por átomos pertenecientes a elementos químicos cocinados hace millones de años en procesos físicos, luego de la creación de las primeras galaxias. Conforme se mueve en el tiempo desde el Estallido inicial (Big bang), la luz empuja hacia todos los ejes la pared de obscuridad que constituye la frontera del cosmos. Explicar cómo ocurrió esa “fría acumulación de materia luminosa”, dado que un examen profundo del cielo nos permite suponer que la temperatura del Universo ha disminuido en forma considerable desde su origen, tiene serias implicaciones tanto para quienes desean encontrar argumentos fisicoquímicos como filosóficos a la aparición del yo en la cultura humana. Y en un parpadeo surgen organismos conscientes, no zombis, sino personas, sociedades enteras que se crispan, se alteran, padecen angustias, viven llenas de problemas debido a la conciencia.
Camino por la calle de la Princesa, en la ciudad escocesa de Edimburgo, y me detengo junto al monumento de Walter Scott, amante de las grandes historias de su pueblo. Dicha avenida divide el viejo casco medieval de la nueva expansión que se dio a mediados del siglo XIX. Miles de personas vivían en las cloacas y pasajes subterráneos. Muchas de ellas jamás vieron la luz del día. Esa duplicidad de caras de esta ciudad fue plasmada por Robert Louis Stevenson en su historia macabra sobre el doctor Jekyll y el señor Hyde, si bien se trata de un asunto tan antiguo como la misma humanidad, equipada, como está, con un aparato de comunicación y de sentimientos cruzados entre el yo interno y el yo exterior.
No lejos de aquí, en el Instituto Roslin, nació en 1996 Dolly, el primer organismo superior clonado por la mano humana. Dolly fue sacrificada siete años más tarde debido a sus complicaciones de salud. Sir Ian Wilmut tuvo a su cargo el equipo de investigación que hizo el arduo trabajo de laboratorio, pues en aquel año no existían robots clonadores(éstos comenzaron a aparecer hasta 1999). Ahora trabaja aquí mismo en medicina regenerativa, en la Universidad de Edimburgo. Debido a que se vio envuelto en una polémica por los créditos del trabajo llevado a cabo entonces en Roslin, Sir Ian prefiere no hablar con nadie que no sean sus colaboradores. Me quedo con las ganas de obtener su testimonio. Recuerdo la ocasión en que me topé en las escaleras del edificio principal del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) con James Lovelock, el ambientalista creador del concepto de la Tierra como un organismo que sabe regularse a sí mismo, a pesar de vivir en un “desequilibrio benigno”, donde el exceso de oxígeno, esencial para la vida, solo existe debido a la presencia de las plantas. Por ello la bautizó Gea, refiriéndose a la divinidad grecoromana que simboliza la madre, alguien que luchará hasta el fin por vivir y proteger a sus crías. Un planeta dotado de múltiples mecanismos para no acabar como su vecino, Marte. Al igual que Sir Ian, lo menos que deseaba Lovelock era hablar acerca de su polémica hipótesis, en este caso, tergiversada por holísticos trasnochados, harto de la insidiosa actitud de algunos medios y su recurrente embestida a fin de conseguir la nota. “De cualquier forma”, me dijo, “no vamos a permanecer por mucho tiempo”.