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domingo, noviembre 9, 2025

Caballos lentos en el Louvre

Caballos lentos en el Louvre

Hasta el momento, han pasado 528 horas, 13 minutos, 47 segundos desde que a un grupo de bufones de la rue Flamboyant se les ocurrió asestar un golpe al orgullo francés. Pongámoslo así, en horas, minutos y segundos, porque si la atribulada policía nacional francesa cronometrara su carrera contra reloj en días, estaría frita. En este caso, por muy “carteristas” que parezcan los perpetradores, cuenta cada segundo. Y para ellos también.

No le falta razón a la fiscal de París, Laure Beccau, al considerar que tal vez los ejecutores no sean la punta de un témpano internacional de bandoleros fríos, sofisticados, pero sin duda tienen sus contactos en el caliente mundo del hampa. Desde un principio, los cuatro atracadores delataron su aparente nerviosismo al abandonar en su apresurada huida dos piezas que extrajeron con descaro de la aburrida y fastuosa galería de Apolo. Respecto de una de ellas, la corona de la emperatriz Eugenia, esposa de Napoleón III, cabe la posibilidad de que hayan decidido desprenderse de tal pieza debido a la dificultad de desmontar a todo vapor sus pequeñas gemas. Una mujer en custodia llora por sus hijos; otro confiesa haber participado; malosos, ex convictos, sospechosos entran y salen de la estación de policía. La comedia francesa habitual.

Dicha sala de Apolo, de muros y techos apabullantes, alberga finísimas joyas, concebidas por genuinos artistas de la orfebrería. Pero recuerdan tiempos álgidos, embarazosos. Pocos comprenden la carga silenciosa de traición y sacrificio que contienen estas piedras. Quienes visitan el Louvre difícilmente se detienen aquí, tal vez algún despistado que ha sido uno de los primeros en correr para formarse y atisbar durante unos instantes, de lejos, la Mona Lisa, se da una vuelta rápida.

Imaginemos por un momento a los asaltantes planeando su atraco en los suburbios de París. Según muchos de ellos, Francia no les ha hecho ningún favor a sus padres ni a sus abuelos, mucho menos a ellos, de aceptarlos en el continente europeo. Y por ello el orgullo francés debe sufrir. “Vamos a darles por el culo a estos franchutes. Y si de paso nos hacemos millonarios, ¡qué mejor!”, habrán elucubrado. Además, claro está, de albergar el prosaico anhelo de ser famoso y rico en un tiro de dados.

No es exactamente lo que pasó por la cabeza de Vincenzo Perugia cuando su enojo y exaltado patriotismo lo animó a robar la Mona Lisa en 1911. Trabajó como guardia de seguridad en el mismo museo y fue despedido, cosa que lo arrojó a los meandros del resentimiento y luego al abismo del rencor. Ultimadamente, ¿cómo se atrevieron las huestes napoleónicas a hurtar un cuadro de un hijo de la Toscana? Por cierto, algunas joyas que desaparecieron del Louvre fueron confeccionadas para familiares del emperador corso. El resentido nacionalista se atrevió a tomar el riesgo de descolgar el marco, echarle un paño y salir como si nada, aunque no con afanes de lucro o para poseer la tela y disfrutarla él solo, sino para protestar y regresarla a sus “legítimos” dueños. El lienzo de Leonardo ni siquiera era famoso ni codiciado en ese entonces.

El asalto del 19 de octubre nos lleva al fondo de un asunto que permea nuestra época posmoderna. ¿Cómo surge esta fascinación de robar museos? Porque otra cosa es asaltar un banco o invadir un país y saquear su acervo cultural. Aquí lo que está en juego es el ingenio de un puñado de gente osada frente al poder de las instituciones y el peso de la Historia. Es el cerrajero espurio frente al rebelde pretendidamente puro (llámese Fantomas, Arsène Lupin o A. J. Raffles) quien, sin necesidad de una llave, consigue abrir la puerta a un mundo de glamour embelesante.

Recordemos que los museos son un invento burgués de fines del siglo XVIII, donde se ofrece la ilusión de compartir las maravillas que ahí se conservan. Antes, a lo largo de la Historia existieron uno que otro, y ciertamente no como los concebimos hoy, ni tampoco recibían avalanchas de turistas. Fue durante el modernismo que se promovió la necesidad febril de considerar el arte no por su valor intrínseco, estético, sino por su valor de cambio. Al mismo tiempo, el hipnotismo de lo visual (cine y televisión) se encargó de disparar la visión idílica, romántica, del bandolero refinado, de guante blanco, como un héroe del pueblo, alguien que también sabe distinguir un Monet de un Manet. Tal es el caso de la versión realizada en 1999 de la cinta de 1968, El suceso Thomas Crown. El posmodernismo impuso la idea del robo de arte como una de las bellas artes.

No sabe uno si llorar o reír cuando nos enteramos de que, a pesar de la podredumbre manifiesta de monarcas y sus esbirros, haya franceses, o, peor, extranjeros, que se sienten heridos por el hurto de piedras preciosas manchadas de sangre, ¡como si fueran de su propiedad! Un chusco chauvinista cree que le han robado un pedazo de su alma. ¡Oh, Dios! En todo caso, lo único que podemos lamentar es la destrucción del meticuloso trabajo de los orfebres y cortadores de gemas, ahora que las piezas están en manos de barbajanes. Hay quienes lo han llamado el robo del siglo, sin pensar un segundo que ¡apenas estamos pasando la cuarta parte del periodo! Otros afirman que fue espectacular, de película. Nada más lejos. Fue oportuno, eso sí, al aprovechar la soberbia y lentitud burocrática de los responsables desde tiempo atrás, pero nada del otro mundo. Ha habido robos de arte mucho más vistosos e ingeniosos.

Uno de ellos, en 1983, al museo de arte islámico de Jerusalén, perpetrado por un conocido ratero, un tal Na´aman Diller, quien antes de morir le confesó a su esposa su hazaña. Cuando todos creían que había sido culpa de un grupo de expertos excaladores, una noche Diller trepó al recinto sin ayuda de nadie, como una araña humana, dobló barrotes y se llevó una valiosa colección de relojes (obras de arte en sí mismas) que, hasta donde se sabe, las autoridades correspondientes han ido recuperando mediante arduas negociaciones y, quizás, teniendo que aceptar una segunda adquisición. De película fue el atraco en 2000 del Museo Nacional de Suecia en Estocolmo. La banda planeó una serie de distracciones simultáneas (colocando bombas en automóviles al otro lado de la ciudad, ponchando llantas de los carros de la policía) a fin de sustraer, a punta de ametralladora, un autorretrato de Rembrandt y dos Renoir evaluados en unos 30 millones de dólares. Más tarde fueron recuperados.

Otro robo pintoresco se llevó a cabo en las verdes colinas de Irlanda, en 1986, a cargo del gángster Martin Cahill, apodado El General. Resulta que este y otros maleantes agarraron de puerquito a un aristócrata, sir Alfred Beit. Primero, Cahill le robó 18 lienzos de diversos maestros europeos. Luego, otra banda sustrajo un cuadro más, todo esto en la década de 1970. Las obras regresaron a su dueño. Pero doce años más tarde El General volvió a hacer de las suyas con sir Alfred, esta vez llevándose, una vez más, 18 de sus cuadros. Hasta ahora se han recuperado 16. Se supone que los dos restantes permanecen escondidos en alguna montaña de Dublín, pues El General nunca quiso revelar su paradero. Mientras se celebraba la inauguración de los Juegos Olímpicos de 1994 en Lillehammer, Noruega, amigos del arte ajeno y de la ironía entraron en la Galería Nacional de la capital, Oslo, descolgaron El grito, de Edward Munch, y antes de huir tranquilamente dejaron una nota que decía: “Gracias por su seguridad, ¡apesta!”. La obra fue recuperada.

Caballos lentos es el título de una serie televisiva reciente, basada en nueve novelas de espías, Slough House, escritas por Mick Herron entre 2010 y 2025. ¿Podrán los caballos lentos de la policía francesa recuperar las joyas sustraídas del Louvre? ¿O saldrán con un Je suis désolé? Mientras, el tiempo sigue su marcha elástica.

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