El Renacimiento trajo consigo un inspirado antropocentrismo, según el cual el arte y la ciencia tenían que hacerse montados sobre hombros de gigantes, aquellos que dominaban el universo desde la Tierra. El “pequeño” David fue el primer gran héroe de semejante visión antropocéntrica del cosmos.
A medida que el humanismo alentó a las personas a exponer su punto de vista, los autores comenzaron a proliferar y convirtieron al ser humano no solo en la medida de todas las cosas, sino en el agrimensor mismo. Pero no, adujeron algunos, en todo caso el Gran Agrimensor nos había puesto en esta Tierra para expresarnos cada uno en Él y Él en cada uno de nosotros.
No olvidemos que la tradición griega de “venerar” las proporciones y la simetría, de emparentar lo divino con las matemáticas, continuó a través de los romanos y culminó en la concepción renacentista de una especie de ingeniero todopoderoso, es decir, un ser supremo capaz de medir todas las cosas.
Nicolás Copérnico (1473-1543) fue una figura importante para que el arte de la representación pictórica y la nueva ciencia se reunieran, pues introdujo una solución radical al problema planteado por Ptolomeo. ¿Estamos o no en el centro del universo?, ¿por qué los planetas describen esas extrañas rutas en su peregrinar por el firmamento?
Copérnico llevó a cabo una hazaña intelectual tan importante como la de los tempranos atomistas Demócrito y Leucipo en su época, que consistió en introducir un sentido de la perspectiva en el método científico. El clérigo y aficionado a la astronomía polaco habilitó el espacio físico, el universo mismo, para los científicos y los curiosos, así como Giotto de Bondone y quienes lo siguieron lo habían hecho en la pintura para los artistas y el público.
Sin embargo, sus propias limitaciones no le permitieron entender las verdaderas figuras elípticas que describen los planetas alrededor del Sol. Fue Johannes Kepler quien lo explicaría años más tarde, al mostrar a la comunidad de científicos las secciones cónicas, algo que Leon Battista Alberti había plasmado en su libro sobre perspectiva dirigido a los pintores.
El gran intérprete de la realidad fue Galileo Galilei (1564-1642). El avance en las técnicas de fundido y pulido de cristales permitió al físico italiano descubrir nuevos mundos en nuestro entorno cósmico; se dice que se aficionó tanto a la fabricación de lentes que llegó a considerarlo como un negocio lucrativo cuando se retirara de la física.
Al confirmar que nuestra Tierra no se hallaba estática en el centro del universo, Galileo desechó la idea de un planeta estacionario por un concepto más inclusivo, al que llamó reposo absoluto. Así, el concepto de marcos de referencia inerciales (o galileanos) comenzó a aplicarse a cualquier serie de objetos que se movieran a velocidades constantes, relativas entre sí.
Semejante idea es la esencia de la mecánica y fue la misma que descubrió Alberti al formular las reglas de la perspectiva, casi dos siglos antes. El artista debía conservarse en un marco de referencia en reposo absoluto, en un punto de vista privilegiado sobre muchos otros que se mueven, para poder gozar de la pintura y, así, transmitir al público tal experiencia estética.
Esta idea del punto de vista superior permeó el arte y la ciencia desde los hallazgos de Galileo. De esta manera, tanto la navegación marina como la observación del cielo y la expresión pictórica se vieron beneficiadas por la misma idea; todos adaptaron sus artefactos y utensilios con el propósito de encontrar el principio de unidad que se halla detrás de un enigma científico y de la experiencia estética que nos provoca un cuadro y una escultura.
Galileo hizo una aportación más, muy significativa. Así como Euclides había “desmenuzado” el espacio, Galileo rebanó el tiempo en trozos precisos, que se repiten entre un evento y otro. Al descubrir las leyes del péndulo, permitió que los relojeros construyeran mejores mecanismos para medir el paso del tiempo.
Poco a poco la gente comenzó a imbuirse de esta manera de vivir, fascinada por contar lo que sucedía cada vez con mayor precisión: no se trataba de pura trivialidad, pues así era posible hacer más cosas, por ejemplo, saber cuándo salir, cómo trasladarse y en qué momento llegar de manera confiable a través de grandes distancias dentro de un globo terráqueo que gira mecánicamente alrededor del Sol.
La cartografía floreció, los marineros acordaron un punto de referencia absoluto para navegar, el tiempo de Greenwich, muy cerca de Londres, y así el sextante, una herramienta para medir el espacio, pudo sincronizarse con extremada exactitud al paso del tiempo. Lo que hicieron fue traducir los signos del espacio, las latitudes y longitudes, en minutos y segundos, es decir, en símbolos cotidianos, más cercanos a la gente fanática de los relojes. Esta reunión del arte y la ciencia produjo el humanismo.
Los pintores y los estudiosos de la realidad física a la manera de Galileo crearon un clima de euforia por el futuro y exaltación de las virtudes humanas, de manera que ambas expresiones comenzaron a rivalizar por imponer su supremacía estética, situación que culminó entre fines del siglo XIX y mediados del siglo XX.
Tanto Leonardo como Newton desarrollaron durante la adolescencia una aguda visión de la realidad e imaginaron artefactos para medir y sorprender a la gente. Su pasión temprana por comprobar los fenómenos de la realidad los llevó a la inmortalidad. Gracias a ellos, tanto el arte como la ciencia pasaron a otro nivel de belleza y orden.
Es curioso que el año en que murió Galileo naciera Isaac Newton. También existe una conexión entre Giotto, Galileo, Newton y Leonardo. El brujo, el mago, el alquimista y el ciudadano, respectivamente. Todos ellos creyeron en las matemáticas puras como la más profunda expresión de la mente humana. Los dibujos de Leonardo equivalen a las ecuaciones de Newton en un mundo lleno de fuerzas y movimiento sin cesar.
Gracias a ellos se abandonaron modas estéticas como el “aspecto” de un cuadro por un verdadero aprecio de la “perspectiva real” en la obra. Incluso en sus amargas disputas, la de Newton con el matemático alemán Gottfried Wilhelm von Leibniz y la de Leonardo con Miguel Ángel, presentan similitudes sorprendentes.
De Ptolomeo a Copérnico, de éste a Kepler y luego Galileo, y de él a Newton, la cadena se trenza con la que forjaron Giotto de Bondone, Piero della Francesca, Filippo Brunelleschi, Miguel Ángel y Leonardo da Vinci. Newton, por ejemplo, no se conformó con describir en fórmulas sus hallazgos sobre la realidad física, se salió del cuadro e imaginó la geometría. Lo mismo sucedió con la naturaleza de la luz; creó artefactos y constructos fisicomatemáticos que nos regalaron una nueva y fascinante faceta del mundo en el que vivimos.
El realismo (la representación en tres dimensiones de objetos que vemos en la realidad) y el determinismo (según el cual todo efecto tiene una causa) apartaron a las sociedades europeas del misticismo y los procedimientos intuitivos para interpretar el mundo. Sin embargo, no en todas partes se entendió de la misma manera el uso de las reglas matemáticas para conseguir una perspectiva más cercana a la realidad.
En el entorno de Rafael, quien creció en una Italia enriquecida por el rescate de docenas de libros antiguos, comerciados en los puertos de Nápoles y Venecia, probablemente desde 1500, el uso de dichas reglas matemáticas era algo común entre los artistas. En cambio para alguien como Alberto Durero, educado en la tradición gótica tardía de grabar en la madera a base de cortes angulares, descubrir dichas reglas matemáticas fue una especie de revelación, un truco cuasi alquímico mediante el cual se podían ya transformar las bases materiales del arte en una amalgama inédita, visionaria.
Su grabado de 1504, La presentación de Cristo en el templo, nos muestra a un artista que ha asimilado los principios del estilo renacentista italiano. Sin embargo, su búsqueda es menos técnica y más ontológica, es decir, más interesada en temas filosóficos como: “¿quiénes somos?” y “¿hacia dónde vamos?”.
Por su parte, italianos como Rafael, Leonardo y Miguel Ángel, tenían “compases en los ojos”, según la famosa frase de este último. Los artistas del norte (flamencos, franceses y alemanes) consideraban este nuevo hallazgo como una forma sorprendente de explicarse por qué estaban en este mundo y cuál era su papel en él.
De ese mismo año es La boda de la Virgen, pintado por Rafael, quien a los 21 años de edad ya había adquirido una maestría notable para manejar de manera ortodoxa las formas arquitectónicas que se revuelven en el espacio terrestre.