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jueves, noviembre 21, 2024

81 min 51 s. Mis encuentros con Pelé

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El estadio Falmer del Brighton & Hove Albion se cimbra cuando Danny Welbeck realiza una soberbia anotación. Disputa el esférico con un defensa del Liverpool, apenas consigue puntearla por encima de su cabeza y hacerle un sombrerito. Sin dejar que la pelota caiga sobre el pasto remata con la pierna izquierda para enviarla al fondo de las redes. Era el minuto 81 con 51 segundos. Habíamos presenciado una copia fiel de la manera como Pelé solía soltar obuses con sus poderosas piernas.

La primera vez que lo tuve cerca fue en uno de los túneles del estadio olímpico de la UNAM, cuando el 22 de febrero de 1961 su adorado club de la bahía de Santos se enfrentó al Necaxa y perdió en un intenso, disputado 4-3. Si bien Pelé se había consagrado en Suecia 1958, rodeado de compañeros como Garrincha, Djalma Santos, Gilmar, Didi, Moacir, todavía no ganaba su segundo trofeo Jules Rimet, lo cual sucedería el año siguiente en canchas chilenas.

El muchacho de ébano, quien apenas contaba 21 años de edad, adolorido porque había tenido que salir del juego y le habían tenido que poner una bolsa de hielo en el hombro izquierdo, aun así tuvo sonrisas para un escuincle catorce años más chico que él, e hizo un par de comentarios, algo así como: Você procure 99 vezes e depois deixe uma pra lá, que nâo foi em vâo que Einstein disse que o saber vem do infinito.

Mi segundo encuentro con él se dio años más tarde, cuando alguien me llevó a una fiesta en la colonia Chapalita de Guadalajara. Los festejados eran los integrantes de la selección brasileña del Mundial México 1970. Le dije que pondría un disco en su honor. Eu hoje tive um pesadelo e levantei atento, a tempo. Eu acordei com medo e procurei no escuro alguém com seu carinho. E lembrei du tempo. Porque o passado me traz una lembrança do tempo que eu era criança. Brasil estaba destinado a pasar por este torneo sin pena ni gloria, como había sucedido en el certamen anterior. E o medo era motivo de choro. Después de haberse consagrado en Suecia 1958 y Chile 1962, comandados por Pelé y Garrincha, la selección verde-amarilla fue destrozada a patadas en Inglaterra 1966.

Para colmo, el entrenador Saldanha se mostraba timorato. En un partido de preparación contra Bulgaria, dos meses antes del mundial en México, dejó en la banca a Pelé con el pretexto de que la Perla Negra era miope. El encuentro terminó 0-0. Entonces los federativos tuvieron el buen tino de sustituirlo por Mario “Lobo” Zagallo, quien de inmediato convocó a una quinta celestial. Estaba formada por un extremo portentoso, Jairzinho; tres finos volantes: el creador puro, Gérson; el habilidoso delantero y, al mismo tiempo, feroz recuperador de balones, Tostao; y Rivelino, endemoniada ala izquierda; más Pelé, desde luego. Todos ellos jugaron apuntalados por defensas recios y con gran toque de balón como Carlos Alberto y Wilson Piazza, sin los cuales hubiera sido imposible consumar la hazaña.

El domingo en que la selección brasileña impulsada por el mejor jugador de la historia arrolló a los aguerridos italianos en el estadio Azteca de la Ciudad de México no pude acercarme a él. Tuve que conformarme con admirar su enjundia y astucia desde las gradas. Una amiga me escribió desde Río de Janeiro, así que varias semanas después me enteré de que en todos los cafés de Botafogo se había hablado de la proeza. Por ello fue considerada la selección más espectacular de los mundiales a la fecha, incluido Qatar 2022, aquella que convirtió a Brasil en el primer tricampeón.

Por azares del destino me ofrecieron ser cronista del Mundial de Estados Unidos 1994 para Notimex los primeros días del evento y luego en exclusiva para el diario La Jornada. Me encontré una vez más con él durante un juego de octavos de final entre Alemania y Bélgica, celebrado el 2 de julio en el estadio de Chicago. No se acordaba de mí, desde luego. Pelé había sido contratado por Televisa como comentarista, mientras que TV Azteca contaba con el análisis de César Luis Menotti. Antes de subir al palco de Pelé, me acerqué a Menotti con el propósito de animarlo a conocer el futbol de aficionados que tan finamente se jugaba en los barrios mexicanos, a disfrutar de la poesía popular que se expresaba en esos pequeños estadios del interior del país, así como en la periferia de la gran urbe. Me miró como si le hablara en arameo antiguo.

Gracias a que conocía yo al fino mediocampista puma, Manuel Negrete, pude entrar en la chorcha alrededor del hijo dilecto de la bahía de Santos. Atraje su atención recordándole que por azares de la vida este era nuestro tercer encuentro, jurándole que me esforzaría en evitar hablar en un portugués ruin. Fácil hubiera sido recurrir a la lengua franca, pues Pelé practicaba un inglés fluido, pero sin duda se sentía más cómodo comunicándose en su idioma natal. Le hizo gracia que intentara contarle secretos de la vida en la vasta nación brasilera.

Mientras transcurría el medio tiempo del partido Pelé tarareó la pieza de su paisano Roberto Carlos: Detalhes tâo pequenos de nós dois, sâo coisas muito grandes pra esquecer, e a toda hora vâo estar presentes. Vôce vai ver. Lo imaginé andando por las calles de Botafogo hacia la playa para mostrar con sus amigos Socrates y Jairzinho en las retadoras sobre arena de la bahía de Río el talento que siempre los acompañó. Na longa estrada do tempo que transforma todo amor em quase nada. Mas “quase” também é mais um detalhe. Eso son sus goles, pequeños detalles inolvidables en la larga avenida del tiempo.

Hablamos de cómo en los seis partidos que disputaron veinticuatro años antes, en México 1970, los integrantes brasileños ejecutaron sorprendentes actos de magia, de los cuales diecinueve terminaron en el fondo de las redes. Ahí se entregó por última vez una pequeña representación de Niké, la diosa griega de la victoria, hecha de plata esterlina enchapada en oro y engalanada con incrustaciones de lapislázuli: la Copa Jules Rimet, símbolo de una época que terminó con este campeonato y no retornará.

“No habrá más actos de magia”, pensó Pelé en voz alta. Enseguida corrigió. “No le quepa la menor duda de que la magia con el balón seguirá porque es la misma y, al mismo tiempo, es nueva”.

El gol de Danny Welbeck confirma lo dicho por Pelé aquella tarde calurosa en Chicago. Diferentes actores y escenarios, la misma magia. Sentí pena porque una vieja época se iba y, al mismo tiempo, esperanza, pues una nueva daba inicio. Hoje eu acordei com medo mais nâo chorei.

Pelé me miró con la misma sonrisa afable que había adoptado 33 años atrás en el estadio de Ciudad Universitaria, y luego en Guadalajara, enseguida me dio un buen apretón de manos y regresó a su lugar para seguir comentando las incidencias del encuentro entre belgas y alemanes. Você procure 99 vezes e depois deixe uma pra lá…

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