El puente del 20 de noviembre me llevó a Tapachula. Asistí a una boda, metí los pies en la espuma revuelta de un mar embravecido por corrientes ocultas, observé aves coloridas y peces muertos, cangrejos diminutos corriendo como bólidos del azote de las olas y zopilotes aterrizando en la arena para devorar los restos de bagres bigotones asesinados por la marea roja. Pasé caminando la frontera de Guatemala, al Carmen, una especie de barrio adaptado ya a las necesidades de los migrantes que pugnan por cruzar de múltiples formas hacia México. Los ojos de hombres y mujeres fijos en los recién llegados lanzaban mensajes de violencias soterradas, desesperación, ansias. Más adentro, hacia Quetzaltenango, se podría encontrar algo más cercano a la auténtica Guatemala. En el Carmen solo se ve fayuca china, merenderos, señores gordos sentados en pequeñas mesas cambiando quetzales por pesos o dólares, miseria, antojitos y una especie de inercia que contrasta de manera viva con el movimiento constante de migrantes quienes, por abajo del puente sobre el Suchiate, cruzan el río en lanchas de madera y llantas de coche, o en la tirolesa improvisada en la cual pasan sentadas familias enteras, personas de todas las edades, chicos con sus tenis en las manos, hombres con transportadoras en las cuales van las mascotas que no quisieron dejar atrás. El drama silencioso de la migración se da ante la aquiescencia de las autoridades y se tolera porque genera una gran derrama económica.
Lugar de contrastes violentos, Chiapas vive en sus zonas fronterizas un catastrófico cambio social derivado de la llegada de los grupos de migrantes, con sus necesidades, sus esperanzas colgadas con alfileres, sus pocas pertenencias, el hambre pintada en la cara, el vacío de días vagando por calles céntricas en busca de comida y por calles de las colonias periféricas en busca de lugares de refugio para pernoctar por las noches.
El día estuvo nublado y quizá ese hecho pintó de drama la visita. Sin embargo, al abandonar Guatemala por la aduana donde a los mexicanos solo nos piden el INE como identificación y te revisan las bolsas para pasar de regreso a México, tuve la sensación de que los privilegios de quienes habitamos de este lado son invisibles para nosotros porque no los contrastamos con las mochilas vacías de los migrantes en busca de un lugar donde vivir sin el miedo a los pasos en la oscuridad, los golpes en la puerta, las noticias de muertes salvajes perpetradas por maras, policías, ejército, narcos, traficantes de humanos, guerrilleros y un sinfín de grupos delincuenciales al servicio de los poderosos de cualquier índole. Un lugar donde criar a sus hijos y tener un trabajo digno. Un lugar donde respirar resignado tras sufrir el destierro. O, también, un lugar de paso hacia el sueño americano. Porque ellos hacen lo mismo que nuestros coterráneos agobiados por la violencia de sus regiones, por la miseria y la falta de oportunidades: huir con rumbo a un país que promete discriminación, racismo y violencia a 30 dólares la hora.
Hasta eso tenemos más cerca: la frontera México-EU.
Ahora bien: los privilegios de vivir en México serán negados hasta la muerte por los hijos de la derecha, las capas medias siempre inconformes, los que no pagan impuestos, los frustrados, los que han sido víctimas de la violencia y un largo etcétera que podría destruir la idea. Pero otros sabemos –estamos convencidos– que, a pesar de los problemas inherentes a la vida moderna, el crecimiento poblacional, la falta de recursos y de empleo, siempre tendremos un as bajo la manga: los otros mexicanos, siempre dispuestos a tender una mano. Los que en el silencio de la noche te mandan un mensaje de aliento, te acompañan y están pendientes de ti. Las amigas que cobijan a la mujer golpeada o acompañan a una madre en la búsqueda de sus hijos perdidos. Las mujeres que instalan de inmediato su línea de manufactura de tortas y café cuando los terremotos golpean y hay que hacer trabajo de equipo. A lo largo de nuestra historia moderna hemos tenido momentos de pruebas muy duras que sorteamos gracias a la fuerza de nuestra idiosincrasia, a nuestra solidaridad instantánea, a la sonrisa, a la fiesta.
Lo anterior no quiere decir que en México las condiciones de vida sean buenas para todos. Hay discriminación y mucha. Hay hostigamiento sexual, la tasa de feminicidios ha crecido exponencialmente. Digamos que éste no es el mejor paraíso, pero es nuestro paraíso.
Entonces, ¿cuáles son nuestros privilegios en realidad? ¿La libertad, las oportunidades de estudio, trabajo y crecimiento? Quién sabe. En lo personal creo que las oportunidades aparecen en todos lados. Pero eso no es más que una falacia. Cuando la derrota, la tragedia y las pérdidas se hacen presentes, los lugares comunes no sirven. Solo queda hacer uso de nuestro verdadero privilegio: ser capaces de tender la mano a quien no puede quedarse en su país.