Mario Alberto Mejía es un poeta, narrador y periodista originario del municipio serrano de Huachinango, Puebla. Quizá su lugar o su fecha de nacimiento le confirieron una naturaleza sibarita y una mirada aguda, capaz de captar colores complejos, en particular aquellos escondidos bajo las máscaras y los velos de la vida social.
Inquieto, curioso, incisivo y aventado, como dicen en mi tierra, su relación con la palabra escrita se decantó por la poesía en primerísima instancia. Después, y casi como deporte, le llegó a la narrativa, al cuento, la crónica, la novela. Su recorrido por el mundo de las letras incluye también haber sido productor de la película Señora Luna, dirigir periódicos y escribir una columna política desde 1996. Es quizá esa mala costumbre suya la que lo forjó como el imparable escritor que es, y como el poeta que jamás dejó de ser, a pesar de que el periodismo y un talante siempre crítico aguzaron su capacidad de ver el panorama político y social de su país con colores inusitados.
Mi experiencia con su poesía no es muy extensa. Conocí algunos de sus trabajos en una lectura informal en casa de un amigo. En ese entonces yo negaba rotundamente la existencia de una poesía poblana viva, a excepción de dos poetas cuyos nombres no mencionaré por seguridad, no de ellos, sino mía. Durante una velada rociada con mucho vodka y chelas a discreción, el grupo de sesudos críticos discutimos si podría haber alguna voz capaz de torcerle el cuello a las rigideces y banalidades temáticas de la poesía colocada en el candelero de los premios y las publicaciones de esos años. Así fue saliendo de los libreros una ringlera de autores de todos tipos. Recalamos, cómo no, en los puertos locales y recitamos en voz alta las mejores obras de algunos de los presentes. Alguien descubrió una antología de jóvenes promesas de hacía algunos años y leyó dos o tres poemas de Mario Alberto. Me subyugó la fuerza y el cierto cinismo que trasminaban de aquellos versos.
Después pensé que, como especulaban muchos de sus lectores, el poeta había sido sacrificado en aras del periodista y el analista político. Pero no. La poesía es un ama cruel que nunca abandona a sus esclavos. Después de varias décadas volvió el latigazo, la urgencia de la literatura. Mario Alberto se internó por los vericuetos de la narrativa: cuento, novela y crónica. La suerte estaba echada. Luego de la primera novela: Miedo y asco en Casa Puebla, volvió a las andadas con una obra de título inquietante, muy a lo Mario Alberto Mejía: Se dicen cosas horribles de ti, una apuesta por la novela no clasificable, la que no rehúye la mesa de novedades, pero sí las reseñas cansinas y, en especial, los moldes convencionales del género. Su propuesta novelística está fraguada en los hornos de su infierno particular. Sus filias y sus fobias palpitan siempre atrás de la lista de sus personajes. Y un día, mientras esperaba abordar un avión, pensó en una novela que fuera como recorrer salas de presentaciones, pasillos, stands de libros. Hablar de esa raza deleznable del intelectual orgánico y de su klon, el intelectual inorgánico, un ente funambulesco que transita entre la sátira y la ciencia ficción.
Se dicen cosas horribles de ti es una novela sin trama convencional. Aunque sí tiene una: polifónica, fragmentada, líquida como toda creación posmoderna. El título es capaz de atrapar a cualquier arenque, aun los más escurridizos: los lectores de sus columnas políticas que buscan tal vez en las páginas de la novela la revelación de algún descubrimiento sabroso, rescatado de algún archivo de escándalos que buscan salir a la luz. Los que nos acercamos a la novela atraídos por su prosa excelente, su estilo y su humor, también tenemos nuestra recompensa: un gran espectáculo donde los escritores de una FIL como cualquier otra aparecen en una sucesión de momentos divertidísimos, impenitentes y desvergonzados que nos atrapan y nos mueven a imaginar cómo se verán los klones noruegos de Salman Rushdie, Elena Poniatowska y Carlos Fuentes, con toda su elegancia decadente. Sospecho que el autor ha logrado romper los límites del género, esas fronteras que, aunque elásticas, casi nunca soportan una ruptura definitiva con la historia. El ego de los creadores se convierte en motivo de hilarante farsa sobre las pretensiones de los habitantes de “la república de las letras”, los consagrados que compran klones de diversas calidades y precios, según su encumbramiento. Y cuando digo hilarante me estoy refiriendo a que esta prosa nos mueve realmente a risa; una risa malévola y cómplice, por cierto. Mi deleite en este sentido ha sido doble: una peripecia ocular me impidió leer durante un buen tiempo y mi primera experiencia de la novela fue a través de la voz de quien amablemente me la leyó en voz alta. Ahora, para escribir estas líneas, claro está, la he leído por mí misma, en silencio, esa manera de leer que dicen que inventó San Ambrosio, quien sin duda no tuvo que enfrentarse nunca a un texto como éste que le arrancara inopinadamente la risa.
Por supuesto, cada quien interpreta los símbolos según su propia experiencia. También puede ser que esos klones no sean más que la consecuencia de la fama, esa realidad alterna que se abre cada vez que se entra a un salón de la FIL, donde el fantasma (o el klon) de Octavio Paz reinará para siempre, mientras, en algún lugar del mundo (otra feria del libro) alguien (seguro Mario Alberto) dice cosas horribles de él.