Corren los últimos días del 2022, año del tigre según el calendario chino, un año de guerras, pérdidas, violencia feminicida, pero también de solidaridad, de valentía frente a la tragedia.
Muchos grandes protagonistas de la escena artística y literaria se nos fueron: David Huerta, Álvaro Uribe, El Tigre, Eduardo Lizalde. Hoy me entero de la muerte de la escritora brasileña Nélida Piñón, a quien conocí personalmente en una feria del libro.
En Puebla, el fallecimiento del gobernador Miguel Barbosa Huerta dejó un vacío que pronto se llenó con la efectiva intervención del Congreso del Estado, el cual designó con diligencia al gobernador sustituto. Nos aguardan días de reordenamiento, de adaptación a las nuevas circunstancias. Ahora más que nunca necesitaremos reinventarnos, tender puentes entre todos los sectores de la sociedad para seguir avanzando. Hará falta fuerza, paciencia, flexibilidad ante los cambios y, sobre todo, desempolvar el viejo manual de ética enterrado entre los trebejos de nuestra memoria. La probidad, la honradez y la lealtad son valores que deberemos rescatar de los oscuros rincones a los que han sido confinados por un sinnúmero de razones. De las tres, la que más les cuesta trabajo entender a muchas personas es justamente la lealtad, quizá porque se trata de una forma de honrar las relaciones humanas. Dicen que lo contrario es la traición. Quizá, aunque la traición es un concepto que se aplica a casi cualquier situación en la cual alguien gana a costillas de otros. La costumbre patriarcal del premio y el castigo la vincula más con la infidelidad, es decir, la pérdida de la fe en algo o en alguien.
Mucho se habla del naufragio de los valores y de la importancia de inculcarlos a niños y jóvenes. Tarea nada fácil, porque cada uno de ellos exige pensar y actuar en consecuencia, lo cual implica muchas veces ir en contra de nuestra naturaleza egoísta.
Valor vinculado con el honor, el compromiso, la palabra empeñada y la gratitud, la lealtad exige mucho más que mantener la vista al frente y no voltear a ver a otra mujer o a otro hombre en una relación de pareja, o a no romper el juramento de no beber más, o a no dejar de ser hincha de un equipo al que se ha seguido toda la vida solo porque lleva una racha perdedora.
Fidelidad, del latín fidelitas, significa “devoción a un dios”, y por lo general la entendemos como una especie de sometimiento a una promesa hecha a una persona o a un grupo social. Es decir, la fidelidad se basa en la confianza nacida de un compromiso que casi siempre lleva implícita una fecha de caducidad. La lealtad , desde mi perspectiva, es más que ese voto hecho en un momento en que las circunstancias lo hacían viable. La lealtad nace de una convicción personal: respetar el acuerdo tácito o expreso de seguir, apoyar, dar la mano, acompañar a otros más allá de las retribuciones afectivas, sexuales, monetarias o de cualquier otra conveniencia. Un ejemplo podrían ser las médicas que reciben y atienden a mujeres al borde de la muerte por haberse sometido a un aborto clandestino. Lo hacen por sororidad (lealtad entre mujeres), por convicción, por haber comprometido su profesión a la curación sin preguntas ni delaciones.
Por supuesto, el paradigma siempre presente, cuando de lealtades se trata, es el de los perros que nos acompañan en las buenas y en las malas, sean tratados como personas o como estorbos, y que, sin asomo de duda, salvan, siguen, buscan o simplemente esperan pacientes a su compañero humano. Al respecto hay novelas, cuentos, películas que narran las aventuras de estos maravillosos seres cuya lealtad llega a extremos de sacrificios inverosímiles.
Arena, la primera perra callejera que rescaté y adopté, por ejemplo, me salvó la vida tres veces. Siempre alerta, esa mezcla de razas sin nombre y algo como pastor alemán intuía el peligro y me prevenía, o de plano actuaba mucho antes de que yo cayera en cuenta de lo que se avecinaba.
Una de esas veces la casa de mi madre se hallaba repleta de invitados que se quedaron a dormir, como antes se lo hacían en casa de mi abuela, quien ya por entonces vivía con nosotros, con lo que la casa familiar había variado su eje hacia la nuestra.
A la Arena y a mí nos tocó dormir en una colchoneta sobre el piso de mi propia recámara. La perrita se mostraba feliz de estar entre bola de gente, durmiendo en un lugar distinto pero junto a mí. Como a las 2 o 3 am, escuché los pasos inquietos del animal que subía y bajaba las escaleras hacia la planta baja, me olisqueaba y en la oscuridad yo adivinaba su mirada fija en mi rostro dormido, como hacía cuando quería salir a hacer sus necesidades. Al fin se atrevió a jalarme las cobijas. Molesta, me enderecé y, a punto de regañarla, percibí un intenso olor a gas. Me levanté de un salto y corrí a la cocina. Sabía que si el gas se percibía en el segundo piso quería decir que había estado escapándose por varias horas. De inmediato abrí puertas y ventanas. El olor en la planta baja era insoportable. Del puro miedo ni siquiera prendí la luz. El arbotante del jardín iluminaba tenuemente la cocina. Bajo ese resplandor vi que todas las perillas, incluidas las del horno, estaban abiertas. Las cerré de inmediato y subí a despertar a todos para que salieran a tomar aire al patio.
Nunca supimos quién o qué había hecho la maldad (en esa casa sucedían fenómenos paranormales que algún día les contaré), pero de no ser por la determinación de la Arena, quizá no hubiéramos salido indemnes y no estaría yo esta tarde de diciembre de 2022 contando la anécdota.
Elusivo concepto, la lealtad aplica en entornos de negocios, de partidos, de familia, de amistad. En estos tiempos de culto al ego, es muy difícil entender que no podemos ir pateando pesebres, mordiendo la mano que nos da de comer, metiendo a otras personas en chismes o traicionando los ideales por los cuales hemos luchado durante años. Las personas congruentes, leales de verdad, suelen pasar inadvertidas. No van por ahí reclamando medallas ni pidiendo canonjías. Tampoco se escudan en su generación: “Ay, bueno, es que soy milenial”. Un jefe puede traicionar a sus subalternos tanto como los subalternos al jefe. La falta de conciencia sobre las consecuencias de una habladuría, de un chisme sin fundamento puede llegar a causar despidos, maltratos, humillaciones y discriminación en el entorno laboral o peleas interminables y hasta tragedias en el familiar.
La lealtad, pues, es un pacto de honor, un motor de grandes y pequeñas acciones. También es una fuerza que nos lleva a aceptar, agradecer y honrar con probidad y honestidad un trabajo, una ayuda, una amistad. Estemos de acuerdo o no en su definición o concepto, la lealtad representa –aun en estos tiempos exentos de heroísmo– una de las más altas formas de la valentía.
Entre los últimos zarpazos del tigre se van también logros y fracasos de este año que debiera ser ya el último de la pandemia. Que el 2023 traiga para los lectores de Hipócrita Lector un calendario pletóricos de lealtades y de constante alegría. Nos vemos y nos leemos el año cada vez más próximo.