Era veterinario. De los mejores. Nunca rechazó un caso por más difícil o por más aparentemente insalvable que estuviera cuando llegaba a su consultorio. Hacía visitas a domicilio cuando ya los médicos se reservaban sus consultas al horario de oficina. También ayudaba con medicamentos, cirugías y consultas gratuitas a las personas que salvaban o recogían animales de la calle.
Seguidor irredento de los Diablos Rojos de México, su gran placer consistía en seguir al equipo en sus viajes por la República. Siempre entusiasta, optimista y devoto de su familia y de su iglesia, mi hermano Manuel falleció de manera trágica el 6 de septiembre de 2023. Nadie se imaginó que su decisión de dejar el auto y tomar el metro para ir al IPN se quedaría como la culpable del infarto masivo que lo asaltó en el transbordo de Tacubaya a Barranca del Muerto. Supe de su fallecimiento a través de una llamada de su hija mayor, Montserrat Meyer, médica veterinaria como su padre. A partir de ese momento, el torbellino de trámites nos engulló, nos arrastró por las aguas profundas de la peor de las burocracias: la que atiende las muertes ocurridas en el espacio público. Porque morir al interior del metro, en cualquiera de sus áreas, equivale a morir en la calle. Hay que lidiar con MPs, SEMEFO, elementos de protección civil y policías de todos tamaños. Según mi experiencia, la peor de las burocracias es la vinculada con la muerte. Desde el certificado médico hasta la entrega del cuerpo en el velatorio, todo el proceso se atora si el difunto no sale de un hospital, sino de su casa o de la calle. Para dispensar la autopsia, por ejemplo, hubo que hacer un trato económico con el MP para que no se llevaran a mi hermano a la morgue. Se le pudo cremar con todas sus antiguas dolencias y su corazón roto, su sorpresa de ya no estar en el mundo, con su memoria de elefante, con sus saludos de todas las mañanas. El fuego se llevó sus palabras tiernas en el celular de donde enviaba una cascada de postales de buenos días y en el cual metía sus consultas, sus pendientes, como la próxima visita al salón donde se festejarían los 15 años de su hija más pequeña.
Como siempre, los que se van dejan sus deudas, sus cuitas, sus enredos, sus miles de chamarras deportivas, el GPS del coche con sus direcciones visitadas recientemente. También, el recuerdo de lo compartido, de los abrazos, de los buenos deseos de cada año. Sus risas, sus anécdotas, sus enojos, sus hijos. Muchas fotografías de cuando éramos pequeños, de adolescentes, de cuando se casó antes de terminar la carrera. Pero nada de eso sirve de consuelo. De seis hermanos solo quedamos tres. Mi hermana (médica) falleció en 2005 por complicaciones cardiacas de la esclerosis múltiple. La pandemia se llevó a mi hermano José Antonio, quien tuvo un infarto derivado del procedimiento para intubarlo. Y Manuel, de un infarto masivo. Su repentina muerte nos dejó a mis otros dos hermanos y a mí con tremenda desazón. Del lado de mi padre, casi todos mis familiares (incluido él) han muerto del corazón. Rápido, sin tiempo para arreglar asuntos, pedir perdones, dejar recomendaciones, testamentos. Lo sabemos. Manuel lo sabía. No hizo nada, excepto una cita con su cardiólogo, quien lo atendería la semana siguiente. Suponemos que ya se sentía mal y no dijo nada para no preocuparnos. Y tuvo que pasar lo peor.
Redacto esta nota a manera de disculpa por el alejamiento, por los meses sin aparecer en las redes, por no terminar el libro prometido. Me dicen que existe una clase de depresión funcional, por así decirlo. Que mi tristeza, el duelo y la parálisis no me atacaron como llegan a atacar a otras personas, de otra forma me pasaría todo el tiempo durmiendo. No sé. Solo intento recomponer mis días, apaciguar mis noches de insomnio, obligarme a escribir y abrir mis talleres. Veremos si el futuro trae entre sus dones algo de consuelo. Lo único seguro que tenemos quienes todavía quedamos de la familia paterna que migró de Europa a este México generoso, donde amaron, se casaron, tuvieron descendencia y sufrieron la nostalgia del trasterrado, es un frágil corazón que nos habrá de reunir, alguna vez, con aquellos que nos aguardan ya en el recuerdo.