Estamos al final de las vacaciones de verano. Como en muchos lugares del mundo, la vida se detiene. No hay clases, ni ganas de acordarse del colegio. En las oficinas de gobierno sólo hay guardias. En lugar de los responsables de las áreas están los achichincles, los espontáneos, los de confianza que no han cumplido el tiempo necesario para merecer vacaciones.
Los médicos son todo un caso. Sin titubear, ponen en pausa tratamientos, cirugías, emergencias. Para atenderlas están los internos o los residentes. Si es consultorio privado, dime algo. Me voy y ya te veré al regreso de mi estancia en Cancún o en Europa. Este año, por ejemplo, muchos turistas mexicanos se fueron a pasear a París, con el pretexto de las Olimpiadas. Las calles se van vaciando, el tráfico disminuye. La gran Ciudad de México se ve un poco más limpia, casi respirable. Puebla también se queda sin empresarios, sin muchos políticos, sin señoras tomando su café después del gym. Algunos hacen viajes rápidos a su lugar de origen, en el interior del estado. Otros viajan un fin de semana a lugares emblemáticos, a pueblos mágicos, visitan sitios arqueológicos. Nos sentimos como en España, donde el asueto de verano se toma en serio. Hay, incluso, lecturas de verano. Los grandes premios literarios Alfaguara o Planeta suelen reposar junto al bronceador, sobre la toalla, con algo de arena entre las hojas, como parte del ajuar del vacacionista-lector. En México no tenemos aún muy difundida tan buena costumbre. Muchos permanecemos en casa, poniéndonos al tanto del trabajo de casa atrasado, esos clósets que ya revientan de ropa que no se usa, cajones revueltos, cajas de documentos a la espera de acabar su existencia en la trituradora de papel y cartón de aquí a la vuelta.
También, por supuesto, aprovechamos para sacar proyectos detenidos. Un cuento que se quedó a medias, una novela en la cual hemos invertido ideas, algunas horas de escritura, pero que a pesar de nuestros esfuerzos no ha logrado avanzar. En mi caso, leo mucho. Mis alumnos se van, se desentienden de sus escritos, prefieren la vida real, la del sol, el pescado a la talla o las tardes de cine. No entienden que la literatura es un ama cruel, voluntariosa, que no acepta rechazos ni nada distinto a ese momento en que el escritor empieza a teclear luces y sombras, universos personales, figuras largamente añoradas que la ficción logra revivir. La vocación y el oficio, por su parte, también contribuyen a esa esclavitud que ata al escritorio y a la pantalla, a los libros por leer, a la investigación de temas para nuestra obra.
Este año, sin embargo, las vacaciones nos agarraron en mal momento. Calor extremo, inundaciones, aumento de precios, falta de pagos, elecciones federales y locales. Los que trabajamos por honorarios debimos hacer un alto total. No hay pagos, ni del gobierno ni de la iniciativa privada. Lo que hay es para que los asalariados den el anticipo del Airbnb o compren los boletos de avión a un lugar lejos de las aflicciones económicas de aquellos menos afortunados.
Igualmente, poco a poco nos acercamos al final de las administraciones del gobierno local y el federal. El fantasma del prócer don Miguel Hidalgo ronda las oficinas administrativas. Muchos y muchas se irán a su casa con los bolsillos llenos. Otros, en cambio, empiezan a amarrarse al escritorio, dispuestos a defender sus futuras quincenas. No saben que hay vida después de trabajar en el gobierno. Su historia personal se ha dado en función de sus distintos cargos. Conocieron a su pareja cuando él o ella trabajaban en una secretaría y él o ella en otra. Luego se juntaron en la misma dependencia, se hicieron novios, se casaron. Ambos conocen los intersticios de lo administrativo. Maduraron laboralmente juntos. Ambos derriban sus prejuicios al mismo tiempo. En cuanto alcanzan a tener un puesto de decisión, organizan su presupuesto en función del presupuesto gubernamental. Hacen dinero. Reciben un buen bono de parte de sus proveedores al final del año. Pero 2024 es un año anómalo. Como en las piñatas, su turno se acabará en unos dos meses. No se podrán llevar a cabo actividades que facturen todo lo que habían soñado. Pero en estos tiempos, las redes sociales, la opinión de la gente de a pie, los comentarios de los ciudadanos ofendidos por la falta de sus pagos empiezan a hacer su trabajo. Muchas de esas voces son de gente con muchas razones para tener una mala opinión de los discutibles procesos sociales.
En los pasillos de las instituciones corren los chismes. Como agua de albañal, los rumores inundan de podredumbre la boca de quienes inventan historias contra sus detractores. A diferencia de otros tiempos, en el caso del gobierno, ahora se cuenta con la plataforma de transparencia para preguntar información pública. Para las inconformidades contra otras instancias, se cuenta con la excelente y expedita atención de la poca comprendida oficina de derechos humanos. Muchas personas ignoran cuál es su función, sus alcances. El capítulo Puebla de dicha oficina es una especie de oasis donde recalar luego de las puertas cerradas y la incomprensión de comités de ética, sindicatos, patronatos y hasta de los dictatoriales comités de padres de familia, entre otras células donde habita el verdadero mal.
Hoy mismo supe que en mi antiguo lugar de trabajo se refieren a mí como El Diablo. Y sí, cualquiera que hable, que señale, que muestre los abusos normalizados dentro de las instituciones se convierte, a ojos de sus enemigos, en ese diablo que, según Alberto Cousté, autor del ensayo Biografía del diablo, libra una batalla tan “antigua como la conciencia, no pertenece a la naturaleza sino a la cultura, no es universal sino acotada a la experiencia de una sola especie entre millones, no tiene que ver con el instinto sino con el lenguaje, esa herramienta interpuesta para siempre entre las bestias y los ángeles”.
Si la batalla de la verdad está perdida, sólo podemos suponer que los chismes y los rumores la reemplazarán. En estos momentos, cuando el verano nos agobia con sus vacaciones y sus chubascos, no podría importarnos menos que así sea.