En estos tiempos es frecuente escuchar a jóvenes —hombres y mujeres—, decir, sin el menor asomo de pena, no haber oído la música de Los Beatles, la voz de Edith Piaf, Caruso o cualquier compositor o intérprete de tiempos pasados. Ignorancia disfrazada de gerontofobia. Como si todo lo anterior a su nacimiento oliera a rancio. Y mientras ellos se quedan compartiendo tweets sobre el trend topic del día, hay quien guarda una larga lista de compositores y composiciones musicales en la memoria o en el ADN. Otros, como una servidora, podemos recordar con facilidad piezas musicales que no son de nuestra época, quizá porque crecimos escuchando la radio.
En casa de mis abuelos, sintonizar la XEW como primer acto importante del día era una especie de religión. Los días de las largas vacaciones escolares eran amenizadas por la programación de esa estación radiofónica que ofrecía desde la inefable Hora del ranchero hasta radionovelas y una selección musical que ha quedado repartida entre las pocas radiodifusoras que aún ofrecen a su público música de los años 30, 40 y 50 del siglo pasado. Mis tíos, dignos hijos de tales padres, mantenían la costumbre de tener el radio prendido desde que se levantaban hasta que se acostaban. Así que cada recámara tenía su “ambiente” musical. Uno de esos tíos se había erigido en el guardián de libros e historietas de sus hermanos. Cada ejemplar había sido adquirido con dinero sustraído a sus mesadas de universitarios, así que los defendían de los pequeños sobrinos con enjundia y amenazas varias. No se cansaban de repetirnos que se nos aparecería Juan Candingas el día que nos atreviéramos a entrar a esa recámara sin permiso. Y es que en esa recámara había un clóset. Y adentro del clóset, la caja de los cómics. Y, sentada hasta el fondo, más allá de abrigos y vestidos viejos, estaba la Juliana. Una muñeca enorme, más grande que yo a mis cinco años, de cabello rojo y ojos azules que mostraba sus dientes de porcelana a quien se atreviera mirarla de frente. O eso nos parecía a la tropa de buscadores de tesoros impresos.
Una tarde pasó lo impensable. Luego de cerciorarnos de que los tíos habían salido, entramos a la recámara y al clóset. Mis hermanos y primos, mayores en edad y estatura, me fueron empujando hacia el fondo de aquel profundo clóset. Aun así, me las ingenié para sentarme sobre la zapatera a leer las historietas del Pato Donald y otras que no entendía pero tenían ilustraciones terroríficas: Tradiciones y Leyendas de la Colonia, creo que se llamaban. Tras 45 minutos de paz lectora, escuchamos los pasos del tío más malhumorado y tiránico viniendo por el pasillo. Presas del pánico, arrojamos las historietas a la caja y salimos corriendo… o salieron ellos, porque yo quedé varada detrás de la caja, enredada en los abrigos, muy cerca de la Juliana. La música del radio inundaba la atmósfera, ya de por sí cargada de gritos y estruendo de niños en fuga. Cuando quise salir, no pude. Alguien cerró la puerta en mis narices. Intenté abrir. Mis manos regordetas no alcanzaban a mover del todo la perilla de la puerta. Miré con temor hacia el fondo oscurísimo, en dirección a la Juliana. En la total oscuridad me pareció ver que sus ojos azules brillaban con algo parecido a la rabia, justo detrás de un vestido floreado. Y entonces percibí la música. Mi alarido, o lo que yo creí que era un alarido, se perdió en ese remolino de trompetas y percusiones que mi tío había querido escuchar a todo volumen. Nunca oyó mis gritos. Cuando apagó el radio, unos 10 minutos después, percibió un llanto quedito tras la puerta del clóset. Y me rescató, sin regaños. Recuerdo vagamente que me llevó en brazos con mi abuela y le dijo: “Dale a esta niña un pedazo de pan duro”. O eso contaban mis hermanos en las sobremesas, muertos de risa.
En mi casa siguen afirmando que esa pieza es el tema de una vieja película italiana. Me han dicho incluso el nombre. Pero el trauma me impide recordarla. Sin embargo, sus acordes resuenan en mi cabeza cada vez que estoy en peligro. Hoy por hoy sé que, cuando empieza a retumbar en los profundo de mis recuerdos, es tiempo de pelear o correr, no sea que los dientes de la Juliana me alcancen por fin, a través de los abrigos y de tantos años.