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jueves, abril 18, 2024

Duco Ergo Sum

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Carlos Chimal

 

“Calculo, luego existo”. Tal era el lema del inventor Charles Babbage, quien propició el nacimiento de una disciplina, hoy en día todo un estilo de vida, la cibernética. El auge de las matemáticas en el siglo XVII fue un factor decisivo en su desarrollo. Blaise Pascal dio el primer paso cuando inventó la máquina calculadora digital. Llamada “la pascalina”, era capaz de sumar hasta ocho dígitos por medio de un mecanismo de ruedas dentadas. W. G. Leibniz también se sintió atraído por estos aparatos e intentó diseñar una máquina capaz de sumar, restar, multiplicar y dividir. El éxito de su invento puso de manifiesto la enorme capacidad de abstracción matemática y realización práctica que ya existía en ese entonces. Sin embargo, ninguna de estas máquinas podía programarse para llevar a cabo operaciones simultáneas y se limitaban a realizar una en cada paso.

Fue hasta que Babbage apareció con sus conceptos revolucionarios cuando comenzó a allanarse el camino hacia una verdadera cibernética, empapada del espíritu virtuoso que relaciona organismos vivos e ingenios automatizados. Babbage fue alumno del famoso inventor de Cambridge, John Merlin, de quien aprendió algo que en ese entonces parecía imposible: los humanos diseñamos objetos útiles e inútiles no solo por necesidad, sino por gusto. Es decir, la presión de resolver un problema no es el único motivo que provoca al inventor a echar a andar su imaginación; también su propia creatividad puede generar nuevos diseños y necesidades. Esto sucedió, por ejemplo, con el automóvil. No era necesario inventarlo, pero, una vez creado, casi todo mundo sintió la necesidad de obtener uno.

Aun así, la realidad es más fuerte que el pensamiento y los deseos humanos, de manera que Babbage tuvo que poner todo su empeño y talento para sobresalir en una sociedad implacable. En el siglo XIX, un inventor que no poseía nombre o fortuna, o ambos, jamás recibiría una nueva oportunidad. En esta disciplina no existen los segundos lugares, pues las cosas se inventan una primera y sola vez. El que a lo largo de la historia se confunda la verdadera identidad de los pioneros por algún tiempo, o bien que quede sellada por el anonimato eterno, no impide que, en su momento, Arquímedes, Leonardo y los desconocidos inventores chinos de la pólvora, la tinta y el papel (pasados a cuchillo por sus celosos jerarcas, como lo ha documentado el sinólogo Joseph Needham) tuvieran la misma sensación de bienestar que quienes usaron por primera vez una rueda de manera controlada.

Babbage fue comisionado en 1820 por la Armada británica con el propósito de mejorar sus cartas astronómicas y, así, no perder la hegemonía del comercio marítimo inglés por el mundo. Las que se utilizaban entonces se calculaban a mano y contenían muchos errores, por lo que, en su diagnóstico del asunto, Babbage recomendaba diseñar sistemas mecánicos que efectuasen en forma automática y sin errores dichos cálculos. Es decir, pasar del mundo real al virtual (anglicismo que usamos para representar lo fingido, lo imaginado) gracias a lo que las matemáticas nos permiten establecer. Imaginó un dispositivo, llamado “el almacén” (la memoria) en el que podrían guardarse mil números con cincuenta decimales de precisión. Los datos emanados de este almacén pasarían a un “molino” (unidad de procesamiento central) que llevaría a cabo las operaciones aritméticas. Toda la sucesión de operaciones que realizaría la máquina (el programa o software) se regiría mediante unas tarjetas perforadas, removibles, iguales a las que el francés Joseph Marie Jacquard había inventado en 1805 para hacer funcionar un nuevo telar mecanizado. Así como éste se hallaba programado para tejer telas sin errores, el molino de Babbage “trenzaría” cálculos.

Además, abandonaría el uso de la anticuada manivela y emplearía la fuerza del progreso: el vapor. De hecho, el telar de Jacquard podía manejar hasta veinte mil tarjetas y componer patrones distintos en el diseño de las telas. Lo que hoy nos parece tan común, como es la programación de una máquina computarizada, en la época de Charles Babbage constituyó un salto importante dentro de la cultura cibernética. Para su fortuna, conoció a una joven talentosa, Ada Lovelace. A fin de conmemorar el bicentenario del nacimiento de Babbage (1791), el Museo de Ciencias de Londres construyó un modelo real de una de las máquinas que él nunca llegó a realizar, la Diferencial número 2. Partiendo de algunos planos y diseños originales, el proceso duró 17 años, tiempo durante el cual se tuvieron que fabricar alrededor de ocho mil piezas únicas.

Cuando el ingeniero e inventor inglés Charles Babbage apareció con sus conceptos novedosos comenzó a abrirse el camino hacia una verdadera computación inteligente, orientada a vincular de manera estrecha organismos vivos e ingenios automatizados.

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