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sábado, febrero 22, 2025

Fofo, Marián y la Banalidad del Mal

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La sentencia del Fofo Márquez desató un debate interesante. Mientras algunos ven justicia, otros ven amenaza. Mientras algunos celebran un precedente, otros temen un precipicio. Los primeros aplauden la condena de 17 años; los segundos –principalmente abogados en televisión– preguntan aterrados: “¿Qué sigue? ¿mandar a la cárcel a cualquiera sólo porque lo exige el pueblo? ¿Y el estado de derecho?” 

Uno de ellos incluso planteó un escenario extraño: “Si un familiar dispara por accidente contra una mujer, ¿por la presión social, terminará en prisión 17 años, como El Fofo?”, preguntó.  

Comparar un accidente con una golpiza brutal, intencional y documentada en video es como comparar un tropiezo con un empujón al abismo. Pero la pregunta de fondo persiste: ¿estos abogados buscan aplicar la ley? ¿O buscan hacer justicia? 

Para responder, vale la pena acudir a Linda Zagzebski. Para ella, el conocimiento no es una mera acumulación de datos verdaderos ni un seguimiento mecánico de reglas, sino una reflexión metacognitiva sobre nuestra propia búsqueda de la verdad.  

Es un proceso de autoconciencia y disposición a cuestionar nuestros propios métodos. 

Aplicar la ley exige lo mismo: no basta con recitar códigos. Se requiere honestidad intelectual, humildad y compromiso con los casos concretos.  

Apegarnos ciegamente a la letra de la ley sin preguntarnos por su impacto sería actuar como un médico recetando e ignorando al paciente. 

Este tipo de rigidez legal es la resaca de un positivismo decimonónico. Es la herencia de Comte y sus contemporáneos, quienes asumieron la existencia de verdades inmutables y leyes absolutas. Una visión añeja y simplista.  

Hoy se ha abandonado esa ilusión. Los empiristas más radicales abandonaron la creencia en las leyes naturales. Ahora piensan en regularidades capturadas con oraciones sólo útiles para ciertos contextos. 

Entonces, si ni siquiera podemos capturar el comportamiento de la naturaleza con normas inmutables, ¿por qué habríamos de exigirle al derecho semejante tarea? Sería como dibujar un mapa y exigirle al territorio ajustarse a él. 

El paisaje cambia, los ríos modifican su curso y las ciudades se transforman. Todo cambia, excepto, al parecer, la mirada rígida de quienes aplican la ley. Un mapa trazado por ellos es obsoleto y muy peligroso.   

Kafka imaginó un mundo atrapado en la maraña de la burocracia. Para Hanna Arendt, el mal no siempre es fruto de la perversidad, sino más bien de la obediencia ciega a normas inhumanas.  

Algo de eso hay en quienes defienden un derecho aplicado sin mirar el contexto: “La norma dice cinco años; por lo tanto, cinco años de prisión”, razonan.  

Gustav Radbruch, expositivista convertido en su más feroz crítico, lo dejó claro: cuando la ley perpetúa la injusticia, debe ceder ante la justicia. 

Si la realidad cambia, ¿por qué las interpretaciones de las leyes no deberían de hacerlo?  

Tal vez la banalidad del mal no reside en la violencia explícita de Marianne o del Fofo Márquez.  

Quizá reside en la complicidad de quienes, escudados en la técnica jurídica, perpetúan un sistema que confunde legalidad con justicia.  

Reside, en última instancia, en la indiferencia burocrática, en los cómplices silenciosos de la injusticia. 

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