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domingo, noviembre 24, 2024

Los libros rojos de mi padre

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Siempre que me preguntan cómo y cuándo empecé a leer, de inmediato pienso en la biblioteca de mi padre y la tremenda prohibición que pesaba sobre todos los que sin cesar merodeábamos por sus confines: los libros de tu padre no se tocan. Así de simple. El recuerdo de los tomos empastados en piel color rojo y sin título, por ninguna parte se extiende a lo largo y ancho de mis años de lectora encubierta. Debido a que lo único que los distinguía era su grosor, mi pasatiempo favorito era sacar algún tomo al azar y esconderme con él detrás de un sillón o, cuando pude hacerlo, en el cuarto de triques de la azotea para sumergirme sin temor a ser descubierta en las aventuras de capa y espada, lances amorosos, intrigas palaciegas y una que otra trama cargada del erotismo tímido de las novelas españolas del siglo XIX que abundaban en la biblioteca “prohibida”de mi padre. Muchas veces me he preguntado cuáles serían las razones que lo llevaron a disfrazar sus libros. A lo mejor su pasión por las historias de ciertos autores populares eran mal vistas por mis abuelos y sólo camuflados pudo conservarlos. Así, de pronto aparecían Los Pardaillán, El Prisionero de Zenda, Ivanhoe o Robin Hood entre títulos de autores desconocidos y francamente malos que sin embargo formaron parte de esa “doble vida” que su biblioteca compartió conmigo en las largas horas de mi niñez. 

Pero mi primer recuerdo de lectora va más atrás, mucho antes de que la biblioteca de mi padre me abriera las puertas de sus enigmáticos mundos. Tenía yo entre tres y cuatro años cuando un tío, hermano de mi madre, puso en mis manos un libro de dibujitos: La gallina de los huevos de oro, la versión de los clásicos infantiles de la legendaria Editorial Novaro. Era un libro delgado de grandes dimensiones (al menos así lo tengo grabado en la memoria), con imágenes a todo color. La historia estaba narrada a la manera de un cómic, mediante “globos” que flotaban por encima de los personajes y de las cosas, como un mundo paralelo que iba más allá de las imágenes. Son frases, me dijo uno de mis tíos, aburrido de mis preguntas. Contemplar los globos y su carga misteriosa de significados era una actividad que me deleitaba, sobre todo después de que algún acomedido me leyera completo el cuento y así saber al fin de qué trataba la historia. Pronto, sin embargo, el deleite dio paso a la desesperación: aprendí que los adultos se cansan pronto de leer una y otra vez el mismo cuento. No me quedó más remedio: me aprendí de memoria algunos de los textos — y los que no se me quedaban, los inventaba— y así sorprendí a más de uno: ¡tan chiquita y ya lee!, decían. Más tarde, cuando cumplí cinco años llegó a mis manos un libro de los hermanos Grimm. Para entonces ya leía de verdad, y los mundos violentos de sus páginas se grabaron con tal fuerza en mi conciencia que aún ahora siento los ecos de su crueldad bullendo en torno de mis propias historias.   

De esta manera, y a partir del método instituido por la biblioteca de mi padre, me convertí en una lectora caótica y poco selectiva. Por esta época aprendí que ya a nadie hacían gracia mis habilidades lectoras y más bien me castigaban por ellas. “Ponte a hacer algo de provecho” era la cantinela de mi abuela, mi tía, mi madre. Así aprendí a leer bajo las sábanas con la ayuda de una lámpara sorda mientras la casa dormía y el único destino a seguir era el de los personajes de la historia en turno. 

El colegio contribuyó en gran medida a que yo afianzara mi gusto, nada recomendable, por los libros y la inmovilidad, ya que al menos dos veces por semana “había que leer” un libro en el salón de clases. Pero tenía su chiste: debíamos escogerlo. Era la primera vez que yo tenía acceso libre al libro que me sedujera. La maestra pasaba de pupitre en pupitre con el carrito de la biblioteca y una se podía demorar en hacer su selección. De esta manera leí a Juan Ramón Jiménez, Alejandro Casona, Julio Verne, Louise May Alcott, Mark Twain, Las mil y una noches (en su versión condensada), Charles Dickens, Miguel de Cervantes (que no el Quijote, ése vendría mucho después), Benito Pérez Galdós y, con el mayor de los azoros y la más profunda devoción, a Machado, a Lorca y a Miguel Hernández. Así fue como aprendí a escoger un libro por su título y no por lo que podían prometer su tamaño o grosor. Bola de Sebo, por ejemplo, es uno de esos nombres que atrapan al instante. Y qué decir de La dama del alba, Doña Perfecta, La Regenta, Marianela, Cumbres Borrascosas, Mujercitas. El universo se abría y se expandía al ritmo de páginas cómplices, sonsacadoras, inútiles y divertidas. Para los once años yo ya debía horas, regaños, tareas sin hacer y escapes frustrados a Edgar Allan Poe, Emily Brönte, Horacio Quiroga y, en definitiva y para siempre, Guy de Maupassant. Mi apego por sus relatos creció durante un verano particularmente aciago, el último de mi infancia: a punto de ingresar a la secundaria, mi horizonte se había plagado de temores que sólo lograba disipar los cuentos perfectos del autor francés. Más tarde habría de llegar el libro que cambió mi perspectiva de las cosas de golpe y sin conmiseración alguna: Cien años de soledad. 

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