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jueves, noviembre 21, 2024

Elogio del chilli mexicano (y de todo lo que en su momento pica)

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En el prolijo prólogo a su Gran Diccionario de Cocina, Alejandro Dumas nos dice que las especias empezaron a ser un poco más comunes en Francia sólo desde el momento en que Colón descubrió la América y Vasco de Gama la ruta del Cabo; pero que en 1263 eran aún tan raras y preciosas, que el abad de Saint Gilles, en Languedoc, cuando tuvo que pedirle un gran favor al rey Luis el joven, no encontró mejor modo de seducirlo que acompañar su petición con un pequeño regalo de especias; y que el nombre de especias se conservó para designar con él los regalos que se hacían a los jueces (nosotros designamos a esos regalos con el nombre, también gastronómico, de “mordidas”) . 

Según Dumas, la pimienta no se propagó en Europa sino hasta que M. Poivre —que le dio su nombre francés la llevó de Ile de Prance a la Cochinchina— aunque otras autoridades afirman justamente lo contrario. Y según Dumas, “las facultades intelectuales parecieron elevarse, impulsadas por las especias, a una sobre-excitación más prolongada. ¿Debemos —se pregunta— a las especias el Ariosto, el Tasso, el Boccacio? ¿Les debemos las obras maestras del Tiziano? Me inclino a creerlo así. Ya he dicho que Leonardo de Vinci, el Tintoretto, Paul Veronese, Baccio, Bardinelli, Rafael y Guido Reni, eran gastrónomos distinguidos”. 

 

El señor chilli 

Pero a todo señor, todo honor. Rindamos al chile el merecidísimo homenaje de rastrear sus andanzas desde nuestra cocina prehispánica hasta las mesas universales; y dilucidemos las razones históricas que explican que cuando los ingleses y los yanquis hablan de pepper, los italianos de pepperone y los franceses de piment, lo que estas palabras tan próximas a la pimienta describen, es, aunque hipertrofiado y ya insulso o manso, nuestro chile. 

Todos conocemos el pimentón español —este condimento rojo y en polvo, tan semejantes a la páprika húngara, que aplicamos a ciertos guisos. Y nos son igualmente familiares en el mercado esos grandes, lustrosos pimientos que hallamos frescos, verdes o rojos, y que las tiendas nos venden, ya en conserva, en latas redondas: los “pimientos morrones” con cuyo encendido color decoramos la atractiva superficie de la paella. 

Pero este parecido semántico entre pimentón y pimiento; aunque nos lleve por asociación de ideas a pensar en la pimienta, no nos revela por sí mismo la razón por la que se llamen de manera tan relacionada cosas tan distintas como la pimienta y el pimiento. Para rastrear el origen de este parentesco nominal, tenemos que retroceder en el tiempo hasta el descubrimiento de América. 

Es bien sabido que el Rey Fernando y la igualmente Católica Reina Isabel se decidieron a patrocinar la expedición colombina con la esperanza de que don Cristóbal hallara un camino marítimo hacia las ricas islas de la especiería de las Indias Orientales; y que de ellas llevara a España “oro y especias”. Con este encargo en mente, no es muy de asombrar que el futuro Almirante, obsedido por la idea de cumplirlo en todas sus partes, creyera haber llegado a las Indias cuando apenas desembarcaba en Santo Domingo; y que al ver, probar y llevar a España unas muestras de lo que describía como “pimienta en vainas… muy fuerte, pero no con el sabor de Levante”, creyera haber hallado la pimienta que buscaba. 

Lo que en realidad había descubierto Colón no era la India, sino América; y no una pimienta especial, sino … el chile, con el nombre local de “ají” que conservaría mucho tiempo, creando una confusión que llega hasta el propio Diccionario Académico de la Lengua, donde hallamos la palabra “Ají”, “como voz americana”, masculina: pimiento, 1ª y 2ª “acepciones”. Y en la palabra “chile”, la anotación “del mejic. chilli, pimienta; m. ají, 1ª acepción”. 

Sucedió con el chile, al ser descubierto por Colón con su nombre de ají, lo que ocurrió con el tabaco: que los españoles conservaran para esta planta el nombre que ella recibía en la primera isla en que lo vieron fumar, y no le dieron el que tenía en México: yetl. Ya se sabe lo difícil que, sigue siendo para los españoles pronunciar nuestra tl náhuatl; Bernal Díaz llama a Cuitláhuac, Cuedlabaca; Cortés, Temixtitán a Tenochtitlan. Yetl tiene que haberles resultado más difícil de pronunciar que tabaco. 

Pero chile y tabaco —yetl— son originarios de México; del Nuevo Mundo en general. Colón reitera en sus Cartas su entusiasmo frente a la abundancia de “ají, que es su pimienta, y que es más valioso que la pimienta, y todo mundo come sólo eso, que es muy sano”. 

El Dr. Diego Chanca, de Sevilla, acompañó a Colón en su segundo viaje como experto botánico, y se asombró ante la variedad inmensa de árboles desconocidos “algunos de los cuales dan frutos, otras flores… allí encontramos un árbol cuya hoja tiene el más fino olor a clavo que yo haya encontrado: una hoja como de laurel, pero no tan grande; pero creo que sea una especie de laurel”. El buen doctor había tropezado con lo que llamamos ahora “pimienta gorda”, y los norteamericanos, allspice; una especie cuyo aroma recuerda una mezcla de clavo, canela y nuez moscada, y que se obstina en no crecer más que en Jamaica, de donde ahora se exporta a Estados Unidos para su envase ya molida. 

Esta pimienta gorda era claramente distinta del ají y de la pimienta que inútilmente buscaban en América —y que hasta la fecha se aferra en darse en Ceylán. Los españoles aumentaron la confusión de la nomenclatura al llamarle también pimienta. El nombre científico de pimienta officinalis que los botánicos le dieron, no aclara mucho esta confusión, que persiste hasta nuestros días a desorientar a las amas de casa inexpertas cuando las recetas piden pimienta negra y pimienta blanca o pimienta gorda, sin aclarar que la negra y la blanca son la misma: la blanca, molida sin la cáscara; la negra, molida entera; y que la gorda, sencillamente no es pimienta. 

En resumen, para los españoles era pimienta todo lo que picara. Apenas si para distinguir a los chiles de la pimienta negra, dieron en llamar a aquellas pimientas de chile. Los botánicos optaron por asignar a todas las dudosas pimientas de este tipo el nombre genérico de capsicum, que abarca a todas las numerosísimas variedades de chile que se iban descubriendo: plantas cuyos frutos se usaban ya para comerse directamente, como legumbres; 3 para sazonar con ellas platillos y guisos: como especias. 

Conforme los europeos se adentraban a aculturarse en las fértiles tierras americanas, descubrían que los chiles se daban en todas las formas y tamaños imaginables: redondos, cónicos, largos, torcidos: en forma de botoncillos (chile piquín), de zanahoria, de pera; verdes, anaranjados, escarlata, amarillos, casi blancos; algunos tan feroces (generalmente, los más pequeños son los más picantes) que comerlos equivalía a ingerir plomo derretido; otros, cuyo mayor tamaño parece comportar su mayor dulzura. 

Se descubrió, asimismo, que los chiles se hibridizan con facilidad, lo cual ha multiplicado y desarrollado en todo el mundo nuevas formas y picores, al exportarse a otros Continentes, y aclimatarse en ellos, las semillas de los chiles mexicanos. Su diseminación en Asia y en África ocurrió en un tiempo tan corto que, durante muchos años, los europeos creyeron que los chiles serían originarios del Oriente. 

Las especies más dulces —los pimientos— se aclimataron, sobre todo, en España. Los mencionan ya los tratados botánicos del siglo XVII: “se cultivan con gran diligencia en Castilla, no sólo los jardineros, sino las; mujeres, en macetas que colocan en los balcones, para usarlos todo el año, ya sea frescos o secos, en salsas o en vez de pimienta”. 

Al Oriente también llegaron las semillas del chilli mexicano, pero allá prefirieron y embravecieron las especies más picantes. Los diplomáticos indonesios que llegan a México nos superan en la tolerancia de los chiles más bravos, que muerden y mastican con admirable estoicismo porque forman ya parte de su tradición culinaria. 

El chilli, “como lo anotamos arriba, se ha abierto paso, como americanismo, hasta el Diccionario de la Real Academia. Ahí encontramos las siguientes voces con él relacionadas: Chilaquil, mej. Guiso compuesto de tortillas de maíz, despedazadas y cocidas en caldo y salsa de chile; Chilaquila, guat. Tortillas de maíz con relleno de queso, hierbas y chile; Chilar, sitio poblado de chiles; Chilate, Amér. Central. Bebida común hecha con chile, maíz tostado y cacao; Chilatole, mej. Guiso de maíz entero, chile y carne de cerdo; Chilchote, mej. Una especie de ají o chile muy picante; Chilero, mej. Nombre despectivo del tendero de comestibles; Chilmote, mej. Salsa o guisado de chile con tomate u otra legumbre; Chilote, mej. Bebida que se hace con pulque y chile; Chiltipiquín (del mej. chilli, pimiento, y tecpin, pulga): ají, primera acepción”. 

Al lado del tomate —con el cual se desposa en amplia gama de gustosos sabores—, el pimiento de Colón y los legos conquistadores: el chilli o ají de los nahuas, ha sido una de las más importantes contribuciones del México prehispánico a la cultura gastronómica universal. Rico en ácido ascórbico, las variadas cocinas regionales de nuestro país y de buen comer aprovechan con imaginación en moles y salsas la riqueza de sus sabores, colores, grados distintos de picor que la pimienta reduce a uno solo. 

Y de nuevo, el chile liga a nuestra Historia con la evolución industrial de su consumo en la salsa embotellada y terriblemente fuerte que proclama, en su nombre de Tabasco, nacer de un hecho poco conocido: el de que un soldado norteamericano que estuvo entre nosotros durante la guerra de 1846-47, regresó a su nativa Louisiana y obsequió a su amigo Edward Mcllhenny con algunos chiles muy bravos que llevó consigo desde Tabasco. 

Mcllhenny sembró sus semillas, y empezó a emplear los chiles como plantas de ornato; pero luego experimentó con ellos en la cocina. A su familia le gustó su sabor, y empezó a manufacturar en su casa de Avery Island, en 1868 —va para un siglo— esta salsa que hoy encontramos en todas las casas y restaurantes del mundo, a la disposición de quienes quieran estimular sus papilas gustativas con una o dos gotas de fuego líquido: emplearla sobre los ostiones en su concha, o en el coctel de mariscos, o aun, con discreción, en bebidas restauradoras como el bloody Mary. La fórmula no puede ser más sencilla: chile colorado (piquín, cascabel o comapeño), sal y vinagre. Chiles y sal fermentan en barricas de roble durante tres años, antes de recibir el vinagre con que se embotella la Tabasco Sauce. 

La abundancia de chiles frescos o secos que encontramos en los mercados mexicanos, hace prácticamente innecesario acudir a conservas o a salsas embotelladas como la Tabasco. Existen, sin embargo, desde hace mucho tiempo, los chiles en escabeche que con el nombre de jalapeños hallamos en las tiendas de comestibles —algunos rellenos de sardinas, otros acompañados por la cebolla, el ajo y las ruedas de zanahorias con que han sido escabechados. Para otros guisos, contamos con los chiles chilpotles, igualmente en conserva; y los moles en pasta o en polvo gozan de la preferencia de las amas de casa, privadas hoy de las esclavas necesarias para el tostado, la mezcla y la molienda tradicionales de los moles más complicados. Con los chiles comapeños, secos y fritos en manteca con un diente de ajo, luego bien molidos con todo y semilla, se logra una “salsa seca” que bien puede llevarse a la mesa como un pimentero. 

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