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miércoles, octubre 16, 2024

Esa borrosa patria de los muertos

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No me explico mi infancia sin algunas palabras árabes que saltaban en la cocina de mi Mamá Guillitos cuando ella les servía café recién hervido a las Zegbe y las Farjat, amigas entrañables de mi mamá y mi tía Coquis.

¿Cuántos años tenía yo?

¿Seis, siete?

Doña Leonor Pablo, casada con don Felipe Farjat, lloraba con mi Mamá Guillitos ante un televisor Stromberg Carlson —en blanco y negro— a la hora de ver a Prudencia Grifell (nacida en Lugo, España) sufrir como Cristo crucificado en su papel de “doña Cuca” en la telenovela “Corona de lágrimas”.

¿Qué año era aquél?

¿1965, 1966?

A la hora de las telenovelas, doña Anita Sanén, casada con don José Zegbe, atendía en su tienda “La barata”, donde vendía cobijas, medias y otras prendas de vestir.

El frío se metía en su local, ubicado en el portal Juárez de Huauchinango, donde, a unos pasos, estaba el almacén “El Paje”, atendido por don Chicre Pablo, padre de don Jorge.

Y en ese mismo portal, casi esquina con la calle Manuel Ávila Camacho, estaba “Casa Farjat”, atendida por don Felipe.

Todos ellos bebían un café denominado turco: espeso como la neblina huauchinanguense, mismo que luego les leían Raquel Farjat y mi mamá, quien creció en ese ambiente durante años.

Algunos, a veces, hablaban en árabe a la hora de organizar alguna venta o recordaban a alguno de sus familiares que se quedaron en Líbano.

(Ya sea Beirut, Akkar, Bekaa o Monte Líbano).

Sus antepasados habían llegado a America tras la plaga de la langosta —insecto parecido al saltamontes—, misma que acabó con sus cultivos en los años veinte.

Todos estos migrantes se volvieron mexicanos porque México fue el país que les abrió las puertas y los acogió.

Y aunque no son mis tíos, a muchos de ellos los veo así por la cercanía que tuvieron con mis padres, mi tía Coquis y mi Mamá Guillitos.

A veces, en sueños, me visita doña Leonor.

La veo regando sus plantas en la terraza de su casa y cantándoles como soprano alguna canción de Tata Nacho o de Alfonso Esparza Oteo, pero, sobre todo, esa pieza maravillosa, única, muy triste, de Manuel M. Ponce: Estrellita.

Una buena parte de los aquí nombrados están muertos, pero están más presentes que nunca en las mesas en las que conversamos.

¿Qué sería de nosotros sin ellos, los migrantes?

 

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