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jueves, noviembre 21, 2024

La guerra de las mujeres IV: el chisme o el sempiterno pacto con el diablo

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En 1692, en Salem, Massachusetts, los chismes de las adolescentes Betty Parris, Abigail Williams, Ann Putnam, Sarah Osborne, Sara Good mandaron a la hoguera a 20 personas; otras 200 fueron acusadas de brujería. Época de supersticiones y creencias demenciales, los siglos XVI y XVII fueron el marco de las más atroces injusticias originadas por el miedo a las brujas. La herejía, ese pecado atribuido a las peores personas (mujeres solas, judíos, viudas ricas, curanderas), era el delito mayor, el imperdonable. No había mayor impiedad que violentar, transgredir y mancillar los sagrados principios de la religión cristiana, sus tradiciones, así como las enseñanzas de la Santa Biblia, en defensa de ideas sacrílegas. Lo interesante de este conocido caso son los señalamientos en contra de los acusados, los cuales se basaban en chismes generados por unas niñas que, en esta época, serían las clásicas intrigantes de pasillo.     

Deporte de envidiosos y mediocres, el chisme es siempre un arma de destrucción de alcances inimaginables. Por supuesto, no sólo lo practican las mujeres. También los hombres. En muchas oficinas todos los días se deshojan como margaritas las honras, el desempeño, los ascensos y, sobre todo, los acostones de las empleadas con los jefes. En eso las mujeres somos campeonas. Hablar mal de la vida privada de la compañera nos hace el día. Nuestro personal pacto con el diablo, el aquelarre diario, corre en forma de rumor por todos los niveles jerárquicos de las instituciones. Hay mujeres que conservan la fama que algún grupo de “amigas” les creó en los tiempos prehistóricos cuando recién habían ingresado a ese empleo. O cuando se mudaron, ilusionadas, a un nuevo vecindario.  

Dicen por ahí: “Cría fama y échate a dormir”. El problema es que esa creación es, la más de las veces, totalmente involuntaria. La mala fama la cultivan otros, los envidiosos, los dueños de agendas secretas, los malos jefes, los inquisidores de toda laya que habitan los niveles superiores de un empleo, o los fósiles sin remedio que ya nunca se moverán del lugar donde los colocó su sindicato o su pura mala suerte. 

Hay chismes sobre todos los temas, pero con diferentes objetivos. Por lo general, su contenido dispara dudas sobre la conducta de alguna persona. También genera falsas expectativas, produce rencores gratuitos, odios innecesarios. La difamación y el desprestigio de un individuo suelen venir de la mano de los chismes de pasillo.  

Me ha tocado presenciar el momento en que mujeres maduras, situadas en puestos de decisión, se ponen a decirse “secretitos” con alguna compañera o hasta obligan al jefe a poner la oreja para que escuche sus cuchicheos delante de los demás. Obvio, los presentes sienten la incomodidad, como si esa persona les dijera en la cara “estoy hablando de ustedes, idiotas”. Sin embargo, más allá del puyazo, la mayoría suele concluir que la chismosa busca lucirse como cualquier buleadora de secundaria delante de la prefecta. La escena se repite entre compañeras de gimnasio o ante vecinas celosas de su jerarquía social o antigüedad en el barrio o fraccionamiento. 

 

El arte del chisme o cómo se pacta con el diablo 

En la mitología judía, los shedim son demonios que se adhieren al alma, y tienen el poder de transformar a una persona decente en una entidad peligrosa. En mi perspectiva, creo que precisamente eso sucede con quienes se dedican a hablar mal de los demás. Los chismosos usan fragmentos de la verdad y los inflan de manera hiperbólica: si ven a una compañera riendo con un compañero mientras se sirven café en la oficina, los chismosos generan el borrego con el contenido más escandaloso, falso y traicionero, diciendo que esos dos sostienen un romance dentro y fuera de la oficina, se besan en los baños y se la pasan chateando en horario laboral. Las razones del infundio tienen mucho que ver con las envidias, el afán de protagonismo, los intereses personales, sobre todo cuando el otro es enemigo, o le cae mejor al jefe, o está bien recomendado, o gana más que el difamador. 

En no pocas ocasiones, los chismes se convierten en verdaderas intrigas palaciegas capaces de arrebatar la confianza y hasta el empleo del sujeto de las maledicencias. Pelear contra un chisme vuelto verdad es imposible. Los mecanismos mentales de la masa –por emplear una palabra casi en desuso– aceptan sin digerir los argumentos en contra de algún compañero, sea porque les divierten, los entusiasman de la misma forma que entusiasmaría una telenovela al alma simple que sueña con amores entre ricos y pobres mientras lava los platos o descarga los bultos en un mercado (los hombres también ven telenovelas en los talleres mecánicos, las fondas, los puestos ambulantes, con sus teles prendidas siempre en los canales de transmisión libre), o de plano les provocan un deleite insano, una alegría similar a la de una hiena frente al cadáver abandonado por los leones y al cual todavía le queda mucha carne en los huesos. Esas personas ponen su lengua al servicio de los shedim, siempre al acecho. El chisme y el señalamiento sin bases reales alcanzan niveles catastróficos. En ese punto, por lo general, ya no hay nada que hacer. La destrucción se consolida y la fama, el puesto, el buen nombre o el prestigio de quien fuera blanco de los chismosos quedan afectados sin remedio.  

Los seres humanos hemos sido siempre afectos al chisme. ¿Qué son, si no, las delaciones de algún vecino contra el rico comerciante que había llegado sin nada de la península y de pronto, ya asentado en la Nueva España, con tan sólo la venta de géneros traídos por la Nao de China se había casado con la más bella joven española, había comprado un palacete en pleno centro de la ciudad, viajaba en carrozas tiradas por caballos briosos de color negro? El vecino envidioso corría el chisme: el comerciante en realidad era un judío y pisaba la cruz que tenía pintada en un tapete a la salida de su casa; además, había hecho pacto con el diablo. Lo probaban esos caballos negros de ojos rojos. El tribunal del Santo Oficio siempre prestaba oídos a tales acusaciones. Por lo general resultaban acertadas: durante las sesiones de tortura los acusados aceptaban cualquier imputación, por muy exagerada o risible que fuera.  

En la actualidad, ese mismo mecanismo de destrucción sigue activo. Desgraciadamente, las mujeres hemos sido, por siglos, las chismosas mejor dispuestas a transmitir infundios. Desde nuestros rincones, mientras bordábamos, cortábamos flores, movíamos el puchero en el cazo, nuestras lenguas se entretenían despedazando la fama ajena, como ahora lo hacemos en las oficinas, las fábricas, los clústeres residenciales, los centros comerciales y, claro, el celular y las redes sociales, esos shedim contemporáneos.    

Sinceramente creo que a las mujeres nos toca contribuir con una nueva conciencia a la destrucción de los estereotipos de género. Negarnos a hablar mal de una compañera, de una jefa, de una vecina, de una amiga sería un buen punto de partida. Bastaría recordar que los pactos más viles no se firman con sangre, sino con la lengua.  

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