En un mundo lleno de performanceros e influences analfabetas, el arte se puede encontrar en el espacio más frívolo: las pasarelas.
Moda. ¡Qué palabra tan efímera!
Algo que llega, pega y desaparece.
Para el diseñador Alexander McQueen, la palabra “moda” debería cambiarse por algo más respetable. Y es que no fue un simple modisto: era un artista con todas sus letras. Un romántico. Un visionario. Un exquisito. Un Blake que usaba de distintas maneras la tela.
Los estudiantes de moda se meten a las aulas pensando en satisfacer más sus deseos económicos y sus veleidades esnobs, que su vena artística.
Esos estudiantes seguramente serán flores de un día.
Hoy la industria del vestido no está para improvisados.
Los estándares que dejó como herencia Alexander McQueen son el botón de muestra de que un vestido puede ser más que un objeto de ornato. Un McQueen es, esencialmente, una pieza de arte.
Como buen artista, McQueen plasmó en sus diseños parte de sus tribulaciones personales, lo que nos lleva a concluir que la moda debe contener también elementos trágicos. Sobre todo la ropa que será expuesta en una pasarela. Porque las pasarelas son, desde McQueen, una sala de exposiciones que le hace competencia a cualquier museo de arte contemporáneo.
Por eso cuando escucho decir a los jóvenes que quieren estudiar diseño textil, lo primero que me viene a la mente es: ¿qué saben estos jóvenes de arte? O de la propia naturaleza, del miedo, la arcada y la excrescencia.
¡Cuidado! La industria del vestido es algo más, mucho más, que el cénit de la frivolidad.
No es para cualquier bloguero tendencioso.