Benito Juárez era un hombre sencillo hasta que el poder lo hizo suyo.
No obstante, perseveraba en la modestia republicana al utilizar siempre el mismo traje negro con camisa blanca, leontina dorada y corbata de moño igualmente oscura.
La angina de pecho que padecía lo salvó de pasar a la historia como Porfirio Díaz Mori, quien también fue un hombre modesto y prieto hasta que se le atravesaron el poder, la leche de burra —con la que se bañaba diariamente— y los polvos de arroz.
Emiliano Zapata sabía que la silla del águila —la silla presidencial— estaba embrujada.
Por eso no quiso sentarse en ella cuando junto con Pancho Villa ingresó a Palacio Nacional.
Su destino tenía otros planes para él.
El plan de la traición ejecutado por el felón Guajardo y el plan de ser asesinado como parte de esa trama.
Lázaro Cárdenas fue un hombre modesto, hasta que se le atravesó el poder.
Y aunque siguió siendo adicto al “modito” —término recurrente para diferenciar lo bueno de lo malo—, envió a su hijo Cuauhtémoc a estudiar a París (con todos los gastos pagados por los bolsillos de la Revolución) y se compró algunas fincas, ranchos, haciendas y quintas.
El “modito” al que se refería el general Cárdenas quedó grabado en algunos libros de historia de México en este mensaje que les dedicó a unos novios rurales en el contexto de su boda:
“Me han pedido que les dirija unas palabras a los novios y les transmita un mensaje. Es un honor, y lo hago con mucho gusto. Lo único que me permito aconsejarles es que, en la vida de todos los días, en las buenas y en las malas, cuando se hablen entre ustedes; cuando hablen con sus hijos; cuando tengan que aclarar algunas diferencias que son inevitables que existan en la convivencia. En todo, cuiden sus palabras y el modito. Muchas gracias y felicidades a los novios.”
Adolfo Ruiz Cortines nunca le apostó a la frivolidad y siempre fue una persona austera.
Su único vicio no contaminó al país.
Era adicto al dominó y a ahorcar a la mula.
A su compadre más cercano —bien llamado “El pollo”— le hizo creer que podría ganar la candidatura a la presidencia de Mexico, pero a la hora de las decisiones lo sacrificó con una frase que pasó a la historia: “¡Perdimos, Pollo, perdimos!”.
En términos de una partida de dominó, ahorcó a la mula.
Andrés Manuel López Obrador, metido en el tren de la nostalgia, está disfrutando y sufriendo —se pueden las dos cosas— la despedida de la Presidencia.
Y lo está haciendo como sólo él sabe hacerlo: entre polémicas y abrazos de la gente.
Se le ha visto conmovido en esta ceremonia de los adioses.
Tiene motivos para sentirse así.
Es el último presidente que supo tocar el corazón del pueblo.
(Los anteriores tocaron sus bolsillos).
Es quien les devolvió la dignidad perdida a los millones de pobres que no tenían para comer.
(Las becas que les dio desde el primer momento lavaron ese agravio histórico).
Su frase más afortunada —“por el bien de todos, primero los pobres”— se convirtió en una forma de gobierno.
Y más allá de las críticas que se le puedan hacer, López Obrador mantuvo una cercanía real con la gente.
Los que llegarán a Palacio Nacional en ocho días tienen muchas virtudes, pero carecen de la sencillez del que se va.
Y la sencillez no se aprende en las universidades ni en los postgrados.
Es un talento doblado de sensibilidad que sólo se aprende (o aprehende) desde abajo: en el contacto cotidiano con el pueblo.
Por eso la sombra que dejará es del tamaño del zócalo capitalino.
Ése será el handicap que enfrentará la presidenta Claudia Sheinbaum.
Y es brutal.
En ocho días llegará, sí, la nueva presidenta, pero el amado líder —muy odiado por sus adversarios— se llevará a su quinta de Palenque no sólo un poder inmenso.
En su equipaje van dos kilos de narrativa, medio kilo de real acercamiento con la gente y unos cuartillos de cariño verdadero.
¿Cómo gobernar sin esa vena popular?
Es la duda que mata y empieza a torturar.