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jueves, noviembre 21, 2024

La guerra de las mujeres II: ¿feminista o feminazi?

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En más de veinte años de dar clases y talleres de creación literaria en el estado de Puebla, he conocido a personas de todos los estratos sociales, edades, profesiones, ambiciones. Por lo general, los traumas emergen casi sin querer en las sesiones de trabajo. La escritura, le digo a mis alumnos, saca lo mejor y lo peor de cada escritor. Es difícil ocultar odios, pasiones, preferencias sexuales, malas experiencias, ideologías. Sin embargo, en mis talleres la libertad de pensamiento se impone. Me molestan las prácticas caníbales y el bullying contra quienes se lanzan con su corazón puro a leer trabajos ingenuos, reflejo de pocas o nulas lecturas. A pesar de todo, el respeto suele imponerse como la base del intercambio de opiniones y la crítica suele ser –casi siempre– constructiva. Por supuesto, hay quien se ofende hasta por lo que no le dijeron. También hay quien le guarda rencor al tallerista porque no le reconoció su enorme talento, o por haberle señalado que padecía de ese mal nacional de las faltas de ortografía y de sintaxis, y eso cuando ya son demasiadas.  

En ese contexto, lo que piense el tallerista de tal o cual asunto no debe interponerse entre los temas ajenos y sus filias y fobias. A lo largo del tiempo he descubierto que dicha dinámica propicia buenos recuerdos, pero también odios imposibles de medir o detectar en su momento. Cuando surgen, sacuden. Ofenden, o tratan de ofender, sobre todo cuando quien te espeta su amargura en la cara es otra mujer.  

Las mujeres llevamos la peor parte en los talleres, sea por nuestros temas, nuestros personajes, nuestra sentimental recurrencia a las historias de amor o desamor, nuestras historias de partos y abandonos. Muchas compañeras me han contado las críticas de sus compañeros varones en alguno de esos talleres, las cuales van desde el clásico “eso a quién le importa”, “en esa historia no pasa nada importante” hasta el “mejor regresa a la cocina” y el “tu marido ha de estar con la secretaria y tú quitándonos el tiempo”, entre muchas otras lindezas del estilo. Sinceramente, en tanto tiempo y tantos talleres yo nunca he escuchado a ningún alumno decir tales barbaridades. Pero en su momento fui testigo de profesores y talleristas que se las aplicaron a compañeras que jamás regresaron.  

En este punto me saltarán a la yugular talleristas mujeres que niegan absolutamente el maltrato de género en el escenario sacrosanto de los talleres de creación literaria. Muchas son académicas; otras sólo porque ya publicaron un libro de autor se consideran aptas para una chamba que exige conocimientos, sí, pero también sensibilidad, lecturas, didáctica, sentido del humor, flexibilidad, entre otros aspectos innatos y aprendidos en años de práctica dando talleres. Estas profesoras sofocan los fuegos de la insurgencia feminista con argumentos calcados de frases y memes que circulan en las redes. También niegan la sola posibilidad de que las mujeres sean víctimas de maltrato en sus sesiones y en la vida real. Entre carcajadas se burlan de los relatos que abordan las violencias de género. “Deja de victimizar a tus personajes femeninos –dicen–; a nadie le interesará leer tus exageraciones”. Les molesta la violencia descrita en detalle; niegan la sola posibilidad de la crueldad en los personajes femeninos. Es como si fuera de mal gusto escribir sobre asesinas, o de mujeres cómplices de delincuentes, de “malas mujeres” que toman decisiones contrarias a las buenas costumbres y la moral imperante. A muchas les encantas los finales felices, edulcorados, claro, con uno que otro desbarranque de los personajes femeninos. Está bien una canita al aire con un desconocido luego de unas copas en un bar de moda, pero esa historia no deberá incluir un asesinato o un secuestro de parte de ese desconocido convertido en depredador. 

*** 

El costo del respeto suele ser alto. Por mis talleres han pasado muchísimas mujeres. Me he convertido en amiga de casi todas. También, sin embargo, me he granjeado odios, críticas, descalificaciones. Lo normal. Me he enterado de que algunas alumnas dicen que nunca les prestaba atención, o que no le “echaba flores” a sus escritos. Pero nunca me esperé lo que una antigua alumna, abogada, me espetó alguna vez en las redes sociales.  

Nos habíamos reencontrado hacía poco en una librería. Yo no la reconocí; ella fue la que me saludó de manera entusiasta mientras yo rebuscaba con frenesí en mis tarjetas mentales su nombre y el lugar donde la había conocido. Al ver mi perturbación, la abogada me aclaró que había estado en mis talleres de hacía más de quince años. “La gente cambia”, le aseguré con risita nerviosa. Me sorprendió ver cómo de pronto su mirada amable se convirtió en una mirada arrogante, segura de tener alguna ventaja gracias a mi desconcierto. Aprovechó para platicarme sobre su exitosa vida, su noble y acertada decisión de dejar las letras en paz a cambio de un maravilloso desarrollo de su carrera al lado de su extraordinaria familia consistente en un marido y dos hijos varones. Ya retirada en ese momento, no pensaba ni de lejos en volver a esa “tortura” de los talleres; y había encontrado en el tejido su vocación estética y existencial. La felicité sin saber exactamente por qué y salí de la librería un poco escamada, después de haberle dado mis datos de contacto.  Me pregunté qué podríamos tener en común esa señora y yo. Poco tiempo después me solicitó amistad en Facebook y yo, solo por cumplir, veía sus fotos de cumpleaños, graduaciones y vacaciones familiares con un incómodo sentimiento de inadecuación, como si metiera la nariz en una vida muy lejana a mis intereses. 

Una de esas tardes de aburrimiento leí una de sus publicaciones. Se burlaba de una actriz que había sido muy hermosa y había envejecido sin poder conservar rasgo alguno de su antigua belleza. Por no dejar le comenté que su comentario era poco solidario, que al final la juventud se va y se lleva la belleza de cualquiera. Aquella mujer había sido una estrella de cine muy deseada que había logrado todo en la vida. ¿Cuál era el problema?  

Entonces la abogada retirada me dejó caer una andanada de insultos, entre los cuales destacaba el de “feminazi”. Era la primera vez que alguien me arrojaba ese epíteto a la cara, a mí, una descendiente de judíos asesinados en campos de concentración, una feminista asumida y orgullosa de serlo, una tallerista que había vuelto su misión de vida visibilizar los temas de las mujeres y sus obras. Lo peor estaba por venir: la abogada inició una cruzada en mi contra en cuanto le dije que se pusiera a leer sobre feminismo, que no repitiera de manera irreflexiva las estupideces de las redes. Ella insistió en que las “feminazis” buscábamos acabar con los hombres, con la familia, la religión, las buenas costumbres. Que nuestra lucha era idéntica a la de Hitler y totalmente contraria a la moral de quienes aceptaban su rol, y que ella era una excelente ama de casa, admiradora y devota de “sus hombres”. Me despedí de ella no sin antes desearle que ojalá sus nueras no fueran a ser feminazis de nueva generación, porque a sus dos hombres los iban a tundir a cachazos a cada rato sin que ella pudiera intervenir ni meterse en sus pleitos maritales. 

Ya me imagino la andanada de maledicencias que seguramente se prolongó por parte de la buena mujer y sus amigas, quienes se sumaron resueltamente a la batalla gratuita de la abogada.  

Colegí, claro está, que siempre me guardó rencor por alguna situación no resuelta de su tiempo de alumna de mis talleres. ¿De dónde, si no, el encono? ¿Por qué insistir en que tejer bufandas era más importante que ese hobby de la escritura? 

Aun hoy, a pesar de los avances y logros del feminismo, un gran conglomerado de mujeres persiste en los dictados de la masculinización voraz, sus formas de respuesta hacia aquellas que opinan diferente y creen en mejores formas de vida para todos y todas, entre ellas, la literatura.    

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