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sábado, noviembre 23, 2024

Kafka en el fondo del Sena

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A propósito del centenario luctuoso del vanguardista inadvertido que a lo largo de su vida fue Franz Kafka podemos preguntarnos: ¿Dónde se encuentra la vanguardia hoy en día?¿Con qué se adereza? ¿Se trata de una danza de maniquíes olímpicos? ¿Qué es kafkiano entrado el siglo XXI? 

Hace tres décadas escribí en la Revista de la Universidad de México sobre un caserío en el puerto de Rotterdam, en donde se trabajaba a manera de falansterio salido de Star Trek; sus habitantes fabricaban adminículos con tecnología de punta para minorías. Hoy enfrentan un nuevo desafío: mantener teléfonos móviles “tontos” en operación para gente que ya no quiere vivir atada a móviles “inteligentes”. 

Un teléfono tonto solo permite hacer llamadas telefónicas, enviar y recibir mensajes de correo; el problema es que este grupo de retrógradas no son nada atractivos para las grandes compañías que siempre buscan venderte el modelo más avanzado, retacado de entretenimiento, apps y redes sociales. Otros vanguardistas están empeñados en que sus viejas Pcs o Macs sigan operando a costa de estar al día; privilegian su privacidad frente a la avalancha de aplicaciones y entretenimiento en pantallas ínfimas. ¡Incluso siguen usando discos blandos! 

Para estar a la vanguardia hace cuarenta años había que declararse anarquista, ocupar inmuebles porque la propiedad privada no debería existir, repudiar el trabajo orientado al capital y dedicar su precaria existencia a un arte efímero y recurrente como la basura plástica. Luego apareció el genio ocurrente de Banksy, distorsionándolo todo. Apenas ayer los adoradores de Gorillaz se decían estar a la vanguardia; los creadores de videojuegos subieron como la espuma, convirtiéndose en súper estrellas de lo novedoso, cuasi vanguardista de la noche a la mañana; los que navegaban por internet conformaban una élite inalcanzable, envidia de los analógicos sin imaginación. 

Hay algunos convencidos de pertenecer a la vanguardia porque juran haber comprendido el significado cósmico de la mecánica cuántica, saben distinguir los hoyos negros de los grises, invierten en cremas de a cinco mil pesos el tarro, usan lentes con protección UV y conexión digital operada mediante parpadeos. Los más avispados se han hecho implantar procesadores digitales en la cabeza. 

Durante el siglo XX, su siglo, la vanguardia estuvo reservada a los héroes olímpicos, a los grandes deportistas y a las más famosas estrellas del cine. Era como la escalera de Jacob, mientras más subes y la disfrutas, más difícil resulta determinar dónde termina la alucinación y dónde sigue la realidad. 

Las vanguardias, kafkianas por antonomasia, constituyen un fenómeno que da inicio en los últimos veinte años del siglo XIX, aunque históricamente los diferentes movimientos revolucionarios en el arte, la sociedad, la política, el deporte, la ciencia se hallan vinculados a la innovación, a la necesidad innata del ser humano de inventar objetos, instrumentos, ideas. 

El primer campeón del vanguardismo, Rubén Darío, sabía que el que se estanca, sucumbe. Pero también comprendió que el escritor que ha logrado sobrevivir a la moda penetra en la literatura, a pesar de su vanguardismo. Después de la caída de las ideologías y el ocaso de las vanguardias compramos un boleto sin regreso y estamos en la lista de espera de la compañía sideral a cargo de Gea. La Tierra, como el resto de las aeronaves, tiene un déficit basado en una enorme incertidumbre solar. 

No obstante, nuestra indomable y compulsiva manera de ver el mundo como una pasarela nos ha conducido por ese viaje inédito que hemos emprendido desde que comenzamos a acumular los famosos “por primera vez”. Así, vivir en la vanguardia es ser uno de los que por primera vez están experimentando con sus cuerpos averiados por el mal de Parkinson, en busca de una terapia génica razonable y humana. 

Por primera vez somos más de ocho mil millones de habitantes humanos en el planeta. Vivir en la vanguardia es ser uno de los que por primera vez puede aspirar a una segunda vida, aunque seguramente no más allá de los 120 años de edad. Por primera vez creemos ser responsables del cambio climático global. Somos los primeros en empezar a entender el cosmos y lo que sucede en nuestra mente. 

La vanguardia literaria de 1920 y la moda entre los intelectuales por la “exótica” China inspiraron en parte, cuatro décadas más tarde, el Modelo Estándar de la Materia, la teoría física de mayor prestigio durante los psicodélicos años de 1960 y hasta nuestros días. 

Joyas como Finnegans Wake, de James Joyce, y los ideogramas del I Ching son iconos del vanguardismo cuántico, como lo es también el pasaje interior, la calle-atajo que proliferó en el centro de París y donde se abrieron los primeros cafés literarios, lugar de encuentro de un sinnúmero de artistas e intelectuales de vanguardia, muchos de ellos comprometidos con la lucha política en aras de la justicia social. 

Entonces, ¿la vanguardia debía de ser efímera o estaba llamada a imperar una eternidad? ¿Necesitaría con el tiempo un refuerzo para la artritis y evitar así desaparecer por el simple hecho de haber girado en sentido contrario los goznes de las puertas? 

Algunos sostienen que la vanguardia está enterrada en el cementerio parisino de Montparnasse. Ciertamente, Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre, Carol Dunlop y Julio Cortázar, Samuel Beckett, Tristan Tzara, André Citroën, Eugenio Ionesco, Henri Poincaré, Raymond Aaron, César Frank, Man Ray, Porfirio Díaz, todos ellos estuvieron en el centro de alguna vanguardia. Un ingenuo vanguardista piensa que antes del Harry Potter de las estrellas alguien escribirá el Huckleberry Finn de las galaxias. 

La soledad, la frustración, la alienación, la angustia o estrés de existir de las personas y otras especies vivas a su pesar son características que aparecen a lo largo de la obra del escritor checo, marcas ineludibles en este mundo posmoderno. Ahora bien, ¿qué resulta kafkiano a cien años de la muerte de quien inspiró con sus obras semejante adjetivo? 

No lejos de Montparnasse se encuentra el río Sena, donde al parecer se llevarán cabo competencias de los próximos juegos veraniegos. Y digo parece porque a menos de un mes de su inauguración los niveles de contaminación en esas aguas ribereñas aún son riesgosos para la salud humana. No obstante, la alcadesa de París ha asegurado que los trabajos de limpieza terminarán a tiempo y todo saldrá para chuparse los dedos; incluso prometió darse un chapuzón saltando desde Trocadero, frente a la torre Eiffel. 

No menos kafkiano es el bodrio de bajo presupuesto que en fecha reciente produjo la plataforma de entretenimiento Netflix. Con el título de Bajo las aguas de París, esta película recupera la idea culposa de una humanidad sin escrúpulos castigada por la naturaleza, la cual se sirve de ¡tiburones mutantes que se adueñan de los antiguos pasajes hídricos de esta urbe! 

A quienes producen bazofia del entretenimiento habría que recordarles que a los tiburones les tiene sin cuidado la humanidad, no son nuestros depredadores. Y si en ocasiones atacan a personas, es de manera muy esporádica, accidental. ¿Cuántas veces habremos nadado en el mar sin saber que abajo deambulan estos magníficos organismos y no despertamos su apetito? 

Al final de la película la necedad de la alcadesa de París por llevar a cabo la celebración olímpica a toda costa provoca una inundación bíblica, pues centenares de enfurecidos tiburones gigantes han decidido recuperar el territorio que los humanos les han arrebatado. No valdría la pena hablar de esta mugre dominada por “mandíbulas especiales” si no fuera porque existe una contraparte insospechada, de un matiz kafkiano sublime. 

Me refiero a un libro de crónicas escrito por el biólogo marino y extraordinario escritor nacido en la capital francesa, Bill François. Con el título de La elocuencia de la sardina, nos revela mundos que ni siquiera soñamos con descubrir y, sin embargo, existen. Sus aventuras increíbles en el vasto mundo submarino de nuestro planeta son piezas literarias con ritmo, humor, veracidad, agudeza; se trata de pasajes poéticos que quitan el aliento, en particular las insólitas páginas dedicadas a las aguas del río Sena. 

Los parisinos acuáticos son elegantes y esnobs, asegura François, sobre todo en los barrios residenciales; como todo hijo de París que se precie, las especies subterráneas kafkianas también pretenden ser originarias de otra parte. François no sabía nada de ellas hasta que se acercó a la banda de los pescadores callejeros que, sin que nadie lo sospeche, desaparecen en las profundidades del vientre urbano para internarse en su mundo alternativo y secreto, equipados con una linterna, una caña de pescar y una cantimplora llena de vanguardia. 

Los testimonios que suceden en otras aguas de la Tierra son relatos salpicados de melancolía. François los ha tejido con datos inverosímiles, no obstante, verídicos, mostrándonos escenas desgarradoras protagonizadas por gente ya anónima, ya famosa, cruel o altruista; por peces traviesos, crustáceos sabios, cetáceos solitarios ávidos de contar sus historias, todos ellos invadidos de una pegajosa, perniciosa angustia existencial. Kafka lloraría. 

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