Empieza marzo. La andanada de actividades y notas en torno de la situación de las mujeres invade portales y medios electrónicos. A estas alturas ya recibí varias invitaciones para leer mi obra en distintos foros. Mucho me temo que marzo es el mes donde las mujeres de verdad se vuelven “tema” en la acepción correcta de la palabra, no como la usan muchos tecnócratas en sustitución de las palabras “problema” o “asunto”. Entonces decido subirme al barco y revisar algunas de mis preocupaciones actuales. Una de ellas es el de las mujeres y el poder.
Uno de los ámbitos más yermos y resecos donde se escenifican las luchas intestinas entre hombres y mujeres, y entre mujeres y mujeres, es el trabajo. El fenómeno del acoso, hostigamiento, maltrato o mobbing, como se ha compilado en muchos manuales sobre violencia laboral, es un problema y un reto cotidiano para las mujeres en las oficinas públicas o privadas. Las historias de terror que se cuentan en los pasillos o en los baños tienen un componente más atroz cuando quien ejerce la violencia es una mujer.
De por sí, este tipo de acoso suele darse en lo oscurito, sin testigos o con testigos apoyadores del acosador. Es una práctica tan recurrente y tan normalizada que, a diferencia del acoso sexual, puede darse con la aquiescencia de los más altos funcionarios de una empresa privada o de una institución de gobierno. Hasta hace algunos años, gritarle a un subalterno por no haber cumplido una instrucción o por haber cometido alguna falta era parte del kit de estrategias laborales del jefe en turno.
Aún ahora, confundir liderazgo con agresividad es –perdón, Simon Sinek– una práctica cuando no un ideario del íngrimo poder en turno, así lo esgrima un hombre o una mujer. Marearse en un ladrillo, plástica expresión mexicana que implica mediocridad y aspiracionismo o, lo que es lo mismo, “el que nunca tuvo y llega a tener, loco se quiere volver”, clásico síndrome que aqueja a los que pasan del corredor a la jefatura por algún golpe de suerte, se vuelve un mecanismo que saca a flote –casi sin excepción– la cuna, el barrio, el lodito, el código postal, las indecencias o, como dicen en las escuelas de psicología, “la herida” de quien pierde el piso y encuentra en la violencia un medio para ganarse, si no el respeto, al menos el miedo de sus subalternos.
Explotar ante minucias, gritar, humillar o de plano insultar a quien no tiene más remedio que tragarse el maltrato se convierte en acto de posicionamiento radical e instantáneo que gratifica a jefes carentes de poder real.
En el caso de las mujeres, la masculinización es un efecto casi inevitable de ese marearse en un ladrillo. Con bastante frecuencia, jefas o directoras asumen que deben portarse enrabiadas para mantener el control. Muchas crean un clima de pánico entre sus subalternos porque –inevitablemente– algún maltratador de su pasado asoma entre los gritos, las exigencias ilógicas, los despidos injustificados y la maledicencia que generan sus malos modos y el uso de esa arma imbatible de cualquiera que se tome en serio su labor de control: el chisme, o de menos la información esquizoide. Como clásicas amas de llaves revisando si quedó polvo en los muebles, las jefas maltratadoras pasean su mirada por documentos o archivos digitales en busca del menor error, de un desfase de fechas, de un correo no atendido o atendido mal en sus términos. Porque sus términos son siempre subjetivos y acomodaticios, cambian de dirección según corran los vientos de su estado de ánimo, de su perversión narcisista o de plano de su pura maldad. Casi gritan de felicidad al encontrar el gazapo.
¿Cómo permitiste esto, fulano o mengana? El fulano o la mengana balbucean alguna explicación sacada de su revuelta cabeza que hierve como olla de presión hasta que el ama de llaves grita de nuevo, manoteando al aire, señalando la vena que se le salta en el cuello por la acumulación de improperios: ¡Es tu obligación darle seguimiento a este tema! ¿Cómo pudiste dejar que se fuera así, sin tu revisión y tu VoBo? ¡Nunca te haces responsable de nada!
El ataque sigue, a veces por horas, días. Las explicaciones sólo sirven para echar más leña al fuego. Compañeros del caído entran y salen, algunos con sonrisita maliciosa, saboreando el maltrato y su posible ascenso a ese puesto. Al final, cuando el maltrato sube de nivel –siempre lo hace–, el empleado debe tomar las de Villadiego para conservar su dignidad y las virutas de autoestima que aún conserva pegadas como pin en su saco, del lado del corazón. Con suerte conseguirá un traslado a otra área, pero el triunfo del acosador llega a su culmen cuando su víctima se rinde y firma la renuncia, avergonzada.
La palabra clave aquí es autocontrol. A las mujeres se nos permite desde pequeñas expresar nuestros sentimientos de manera más fácil que a los hombres. Sin embargo, los años formativos influyen en la manera en que dejamos salir esos sentimientos. Estallar en llanto frente a una situación conflictiva suele ser lo que se espera de una mujer, pero hay formas peores de reaccionar y dañar el ambiente laboral.
Quien no controla sus impulsos y salta a conclusiones sin fundamento es incapaz de generar un clima de confianza entre sus subalternos. La productividad baja, la guerra de guerrillas sube, la inquietud empieza a ser lo normal. El autocontrol de un jefe varón es tomado como un rasgo de asertividad y justicia. En una mujer, el autocontrol se percibe como debilidad, dejadez o flojera. Hay quien piensa que es necesario tener una mala actitud, exasperarse por todo y recriminar hasta el vuelo de las moscas en la oficina para poder plantar la bandera del liderazgo y el supuesto “empoderamiento” de una mujer en puestos de dirección.
Los nuevos tiempos no deberían propiciar que jefas talentosas tengan que demostrar con descontrol, malos modos y malas prácticas laborales su capacidad de liderazgo. Dar ejemplo de probidad y contención es, y seguirá siendo triplemente difícil para una mujer, pero si queremos ser tomadas en serio, si queremos dejar una huella y fomentar la inclusión de mujeres en puestos de toma de decisiones, deberemos abandonar los estereotipos de la masculinidad agresiva para crear ambientes laborales productivos y sanos.