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viernes, diciembre 19, 2025

Crónica de una Navidad imperfecta

Crónica de una Navidad imperfecta

Cada víspera de Nochebuena mi mamá se pasaba el día entero preparando la cena. El menú —solo para cuatro personas— incluía espagueti, chiles rellenos, bacalao, ensalada y vino espumoso. Todo en cantidades tan generosas que alcanzaban hasta el año siguiente… bueno, hasta la semana siguiente, que técnicamente ya era otro año.

El protocolo era inamovible: mi mamá terminaba cansadísima después de la jornada gastronómica y, aun así, tenía el ánimo de ponerse guapa para que la cena navideña fuera perfecta. En cambio, mi hermana mayor y yo (la menor aún no nacía) nos irritábamos con su sacrificio, todo por un par de horas de convivencia más bien forzada.

Y es que a mi papá se le ocurrió hacerse de otra familia y, pues, al ser varones, sus hijos eran —o son— su orgullo. Pasaba el tiempo con ellos y, ya por compromiso, llegaba a cenar. Literalmente comíamos y nos íbamos a dormir. No recuerdo regalos, intercambios, abrazos, cariño… solo un trámite con recalentado.

Así pasaron los años, y Navidad significaba eso: una fecha de protocolo. No la odiaba —tampoco es que una se ponga dramática—, pero no me emocionaba. Me era indiferente. Aunque, confieso, me daba coraje ver el esfuerzo de mi madre reducido a dos horas insípidas. Y más coraje me daba que mi papá, que no levantaba ni un dedo —ni siquiera para la limpieza de la casa—, todavía tuviera el descaro de quejarse porque algo le parecía “desabrido”.

En fin. Cuando empecé mi propia familia, la fecha cambió de sentido: menos “perfecta”, más humana.

Desde que mi esposo llegó a México empezamos, literalmente, desde cero: empleos mal pagados —si bien nos iba—, emprendimientos arriesgados, la pandemia… Así que la cena de Navidad era un lujo y, aun así, intentábamos hacerla “especial”. Nuestro momento más gourmet fue un tataki de atún acompañado de hamburguesas, pero fue entonces cuando entendimos que no era la comida lo que hacía la fecha. Dejamos de preocuparnos por el menú y, en general, por planear la ocasión.

Y es que permítame darle contexto de por qué cambiamos la dinámica. Cuando mi hijo Gael cumplió tres años organizamos un mini convivio en su escuela. Llevamos pastel y piñata; tocó temática de dinosaurios. Corrimos por los globos porque los entregaban tarde y el pastel era de helado, así que ya íbamos al límite del desastre. Al llegar, mi esposo bajó del coche, se tropezó en la banqueta porque los globos le tapaban la vista y… los soltó.

Imagine, hipócrita lector, la escena: mi marido intentando atraparlos como si tuviera superpoderes, yo batallando para bajar al niño del coche, y Gael viendo si su padre lograba rescatar los globos que, más bien, ascendían rumbo al cielo. Se quedó llorando a moco tendido.

Corrimos por nuevos globos de dinosaurios mientras los niños esperaban alrededor del pastel que amenazaba con derretirse. Y al final, Gael quedó tan triste por los dinos que se extinguieron que ni logró disfrutar la fiesta.

Llegando a la casa, a fin de consolarlo, pedimos pizza, le pusimos la velita y nos quedamos viendo la tele. Solo los tres. Y le juro que nos supo a felicidad pura. Entonces nos dimos cuenta de que le importaba un comino el pastel, los dinosaurios o la piñata. Lo que realmente valoraba era estar con nosotros, pasarla a gusto, sin tanta producción.

Recordamos esa tarde de pizza y televisión, y una Nochebuena con las vacas flacas optamos por lo mismo: llamamos a Domino’s, movimos los sillones, pusimos el colchón frente a la tele y nos aventamos un maratón de Avengers. La pasamos tan bien que repetimos el ritual en Año Nuevo.

Le cuento además que, aunque la patria ande rota, Gael recibe regalos tanto de Papá Noel —por su mitad francesa— como de los Reyes Magos, por su otra mitad mexicana. Y ellos no han fallado. Todo sea por dejarle, desde ahora, un buen recuerdo navideño. Y aunque parezca difícil, creo que lo hemos logrado.

Hace una semana empezamos con las decoraciones, pusimos el arbolito y, claro, Gael está emocionado por las fechas. Mi esposo y yo, convencidísimos, asumimos que lo que lo entusiasmaba eran los regalos. Pero nos corrigió la plana con una frase sencilla:

—Es porque me gusta pasarla bien con ustedes.

Y ahí, hipócrita lector, volví a entenderlo todo: la Navidad perfecta es, quizá, la única donde uno puede ser feliz sin receta, sin menú y sin protocolo.

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