Tengo que entregar esta columna en tres días. Llevo dos semanas observando el documento en blanco. El cursor parpadea. Puedo escucharlo. Pero la página sigue tan limpia como las superficies de los muebles que mi padre medía con la yema del dedo.
Me prohibí Instagram, TikTok, Netflix, todo lo que me distrae. La abstinencia no trajo ideas. Con una fecha de entrega encima, el silencio empuja. Se expande. Engulle.
Si no entrego, Mario dirá que soy irresponsable. Hace unos meses me dijo que prefería no publicar nada antes que publicar mis textos mediocres.
No escribo porque no sé escribir. Pero me pagan algo por esto, así que debo fingir que trabajo. La filosofía nunca me dio dinero, escribir en los diarios tampoco. Entre ambas, sólo perfeccionaron mi talento innato: la deuda.
Abro Word. Camino hacia la primera idea y no llego. Cada intento se parte en dos, y luego en ideas más pequeñas, como si alguien dividiera mi voluntad con un estilete. Avanzo sin avanzar. No escribo. Hago geometría. Soy un caracol.
Vuelvo a mirar la pantalla, no sé qué espero encontrar. Pienso en mi padre. Arquitecto. Nunca tembló mientras dibujaba. No corregía planos, los disciplinaba. Fumaba rápido, metódico, sin emoción. Yo pensaba que era un replicante. Uno con corbata y horario de oficina.
Una vez terminó un plano sin levantar la vista: fumaba, trazaba líneas, fumaba. Yo le pregunté cómo lograba no angustiarse.
—El trabajo no angustia —dijo—. Lo que angustia es dar vueltas.
Y siguió dibujando.
Crecí creyendo que estudiar filosofía era fácil: comprar libros, subrayar lo que no entiendo, repetir a gente que sí entiende. Cuando intenté estudiar en serio, descubrí que cada palabra es una trampa y cada párrafo una fractura. Me avergüenza recordar que alguna vez pensé que podía ser filósofo. Ahora soy un burócrata del lenguaje intentando convertir la humillación en un efecto literario.
Vuelvo al documento. Mi refrigerador sigue vacío. Algo en mí quiere terminar esta columna. Imagino a mi padre vigilando si hago la tarea. No dice nada. No necesita. Él trabaja. Yo hago como que. Él fuma. Yo me endeudo. Él termina. Yo divido mis ideas.
El cursor parpadea más rápido que yo. Cada ausencia es una idea que no tuve. Soy un filósofo sin rigor, un columnista impuntual, un ser humano que avanza a mitades, a fracciones, a restos. Acabar antes del miércoles sería mentir sobre quién soy. Veré ánime.
Puedo escuchar al director del diario pensando: Y todavía quiere que le pague más.
Y puedo escuchar a mi padre: Haraganear no estresa.

