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jueves, diciembre 4, 2025

Agua que no has de beber… La Reforma Hídrica que intentó ahogar al país

Agua que no has de beber… La Reforma Hídrica que intentó ahogar al país

Desde hace más de una década, México arrastra una deuda legislativa que hoy se presenta como si fuera una urgencia recién descubierta. En 2012, la Suprema Corte ordenó al Congreso expedir una nueva Ley General de Aguas que hiciera efectivo el derecho humano al agua reconocido en la Constitución. Durante tres administraciones, aquella sentencia quedó archivada entre los pendientes. Fue hasta ahora, en pleno reacomodo político del país y bajo el impulso del nuevo gobierno, que el Ejecutivo decidió enviar su propuesta de Ley General de Aguas, anunciándola como la gran reforma que garantizaría acceso equitativo, gestión sostenible y una nueva era de justicia hídrica.

La narrativa era impecable. El problema es que la letra del proyecto no acompañaba el discurso. Y la realidad económica, agrícola y social terminó desbordando la retórica.

México enfrenta estrés hídrico creciente, sequías recurrentes, sobreexplotación de acuíferos, corrupción en la entrega de concesiones y una crisis de infraestructura que supera con mucho la capacidad de reacción de los gobiernos estatales y municipales. Nadie sensato discute que necesitamos una nueva ley. Lo que sí se discute —y con razón— es que la iniciativa presentada por el Ejecutivo contenía disposiciones que, lejos de garantizar un derecho humano, amenazaban con desestabilizar la producción agrícola nacional y abrir un boquete jurídico que ni productores, ni expertos, ni legisladores pudieron ignorar.

El punto de quiebre fue el famoso artículo 49. En su versión original, prohibía la transmisión, cesión, herencia y continuidad de las concesiones de agua. Esto, en términos técnicos, destruía la certidumbre jurídica del campo. En términos prácticos, anulaba el valor de la tierra productiva sin acceso garantizado al agua, cancelaba proyectos agrícolas de largo plazo y convertía en letra muerta los créditos bancarios que utilizan concesiones como garantía. El Estado, mediante esa redacción, se reservaba la facultad de reasignar volúmenes sin obligación de continuidad hacia quien adquiriera o heredara la tierra. Era, para decirlo con claridad, un golpe al corazón económico del sector primario.

La reacción no tardó. En distintos estados del país, productores agrícolas —grandes, medianos y pequeños— bloquearon carreteras, exigieron diálogo y denunciaron las implicaciones reales de un articulado que centralizaba poder y desarticulaba su capacidad productiva. No eran “grupos de presión”; eran quienes sostienen la cadena alimentaria de México. Mientras tanto, los panegiristas legislativos insistían en que quienes protestaban “no habían leído la ley”. El argumento no resistió ni media hora de análisis técnico: eran los propios productores quienes llevaban años estudiando las modificaciones al régimen de concesiones.

El choque político escaló. El gobierno federal reaccionó tarde, pero reaccionó. Morena anunció que introduciría cincuenta cambios al proyecto, entre ellos la modificación del artículo 49 para permitir que las concesiones vinculadas a tierras agrícolas sí pudieran transmitirse con la propiedad. Las mesas de trabajo continúan y el dictamen permanece en comisiones. Es decir: la reforma aún no es ley. Y conviene subrayarlo, porque buena parte del debate público ha dado por hecho que ya existe una versión definitiva, cuando en realidad seguimos ante un documento en revisión.

Hasta aquí, los hechos verificados. Pero el fondo del problema va más allá del artículo 49. La iniciativa, incluso con sus ajustes, mantiene ambigüedades que preocupan a especialistas del agua, académicos y usuarios productivos. Persisten dudas sobre la facultad administrativa para “recuperar” concesiones con base en criterios amplios, sobre los límites para otorgar nuevos títulos en zonas sobreexplotadas y sobre la definición poco precisa de “uso productivo prioritario”. Estas indefiniciones, en materia hídrica, abren espacios peligrosos: discrecionalidad, incertidumbre jurídica y potenciales conflictos sociales.

El discurso oficial insiste en que todo responde a un intento de combatir la corrupción histórica en el manejo del agua. No es falso: existen investigaciones sólidas sobre redes de corrupción en la asignación, uso y tráfico de títulos. Pero combatir la corrupción no puede convertirse en pretexto para debilitar el marco jurídico que da estabilidad a quienes producen alimentos, generan empleos y sostienen la economía rural del país. Una reforma hídrica seria debe castigar a quienes se benefician de privilegios indebidos, no desmantelar la estructura legal que permite el desarrollo productivo.

El proyecto original tampoco contextualizaba suficientemente la realidad de México: un país donde más del 70% del agua concesionada se destina al campo; donde el estrés hídrico afecta a ciudades y zonas industriales; y donde los sistemas comunitarios administran el recurso con mayor eficiencia que muchos organismos operadores. Una Ley General de Aguas no puede aprobarse al margen de estos datos. Y menos aún sin un análisis de impacto económico que acompañe sus implicaciones.

La prisa política tampoco ayudó. La narrativa de “cumplir una deuda histórica” se convirtió, de nuevo, en un intento por legislar al vapor. Pero el agua no admite improvisaciones. Un error en su regulación no afecta un sector, afecta a todos: ciudad, campo, industria, vivienda, comercio, energía. El agua no distingue ideologías. Y sin embargo, la iniciativa parecía escrita bajo la lógica de la centralización administrativa más que bajo la visión de la seguridad hídrica nacional.

Hasta hoy, lo que detuvo la aprobación no fue la oposición partidista, sino la presión social. Fueron los productores quienes obligaron al gobierno a corregir. Y fue la sociedad civil organizada la que expuso las inconsistencias técnicas del proyecto. Morena, acostumbrada a legislar en bloque, tuvo que ceder ante un sector que sí entiende el agua como un factor de vida y no como un discurso.

El episodio deja varias lecciones. La primera: las reformas estructurales no pueden presentarse sin diagnóstico técnico ni diálogo previo. La segunda: el Congreso debe legislar con responsabilidad, no con prisa. La tercera: los derechos humanos —incluido el acceso al agua— no se garantizan con decretos, sino con instituciones fuertes, transparencia y reglas claras. Y la cuarta, quizá la más evidente: gobernar exige oficio político, algo que muchos en el nuevo gobierno creen innecesario, hasta que la realidad les recuerda lo contrario.

México necesita una nueva Ley General de Aguas. Eso no está en debate. Pero necesita una ley que equilibre el derecho humano, la sustentabilidad, la producción agrícola, la seguridad jurídica y el combate a la corrupción. Lo que no necesita es una reforma que, bajo el pretexto del bien común, erosione la base económica de millones de familias y concentre facultades sin controles suficientes. Aún hay tiempo para corregir. Y ojalá que quienes hoy conducen el país entiendan que el agua, más que un recurso político, es un recurso vital. Lo que está en juego no es una concesión, ni un bloque, ni un artículo: es el futuro hídrico de México.

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