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jueves, noviembre 21, 2024

Hoja de ruta

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En días pasados se celebró el día mundial de la educación ambiental. Se estima –de acuerdo con datos de la Unesco– que sólo la mitad de planes de estudios nacionales en el mundo la incorporan, a pesar de ser un componente clave. Y en muchos casos –aunque esto ya no lo dice– la instrucción se reduce a aspectos teóricos y acciones simbólicas, cuando no a discursos hipócritas y burdas simulaciones. 

Es cierto que en nuestro país son cada vez más las industrias, instituciones educativas y otras organizaciones que se toman en serio la norma ISO 14000, diseñan su sistema de gestión ambiental y apuestan por una nueva cultura circular. Cierto es también –y lo escribo porque mis ojos lo han visto– que no faltan lugares donde se elaboran cartelitos ecológicos en contra del unicel y en la intimidad siguen usando el poliestireno expandido sin pena, sin rubor, sin culpa, porque –ya se sabe- es un material dañino y terrible que, sin embargo, cumple muy bien la noble tarea de mantener el atole caliente y evita que la gente se queme los dedos.  

Más allá de la incoherencia, el tema es relevante, impostergable y –si nos ponemos catastrofistas– vital.  

Después de que, en 2015, la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) aprobaran los Objetivos de Desarrollo Sostenible para el 2030 (ODS), basados en las 5Ps: paz, personas, planeta, prosperidad y partnership (alianza, asociación, compañerismo), se ha comenzado a hablar cada vez más de educación para el desarrollo sostenible, entendiendo por ésta, la formación necesaria para que –como individuos, sociedad y especie- afrontemos con éxito retos mundiales como “el cambio climático, la degradación medioambiental, la pérdida de biodiversidad, la pobreza y las desigualdades” (Unesco).  

Si bien, la sostenibilidad debe abordarse y fomentarse desde la educación, está claro que el logro de los ODS requiere el compromiso de los gobiernos, la iniciativa privada y la sociedad en general. Así lo ven Ángel Pes y Ángel Castiñeira en su libro Cambiar el mundo. Los ODS como herramientas de transformación. 

Este manual, escrito en tiempos de pandemia, parte de una serie de semejanzas entre los riesgos sanitarios (como la emergencia provocada por Covid-19) y los riesgos climáticos, a saber: desde hace años se ha hablado de sus probables manifestaciones, son eventos disruptivos, son sistémicos, son naturales pero tienen efectos socioeconómicos y provocan cambios en las actividades humanas. La diferencia es que mientras la posibilidad de enfermar a causa del coronavirus se percibe cercana, los efectos de la degradación ambiental se imaginan lejanos. 

Toda crisis trae su cuota de incertidumbre y su margen de oportunidad. Los meses pasados han sido una sacudida y una oportunidad para replantear nuestra escala axiológica y actuar en consecuencia. Una oportunidad para replantear nuestras interacciones sociales. Una oportunidad para reconocer que la salud y la educación son indispensables si queremos “no dejar a nadie atrás”. 

Entre las cosas que la Covid-19 nos ha permitido aprender, los autores -ambos miembros del Observatorio de los ODS y empresas españolas- resaltan que hemos sido capaces de actuar para evitar muchas muertes (en algunos países mejor que en otros), que la mayoría de los ciudadanos han respondido de manera ejemplar, que afloró una vez más la solidaridad, que se han tenido en cuenta criterios científicos para actuar y que hay suficientes indicios de que es posible la cooperación internacional. Con esto bastaría –a su juicio- para que las empresas, en particular, y la sociedad, en general, vean en los ODS “la hoja de ruta más esperanzadora para el futuro de la humanidad”. 

¿Es posible conciliar la productividad y el desarrollo sostenible? ¿En serio? ¿Es posible el fin de la pobreza y lograr que nadie pase hambre? ¿Qué tanto avanzaremos en la reducción de las desigualdades? ¿Será realidad la igualdad de género en próximas fechas? ¿Tendremos educación de calidad dentro de unos años? ¿Habrá instituciones fuertes? ¿Salud y bienestar? ¿Trabajo decente? ¿Energía asequible y no contaminante? 

Ésta es la década de la acción. 

Pes y Castiñeira -después de revisar algunos compromisos gubernamentales en Europa como la reducción a cero de las emisiones en el 2050 cuando el planeta sea habitado por unos 9 mil millones de habitantes, examinar varias iniciativas empresariales y señalar ciertas circunstancias políticas- retoman el párrafo 50 de la Declaración de la ONU que estableció los objetivos: “es la primera generación que puede eliminar la pobreza, pero quizá también seamos la última que puede salvar el planeta”. Y añaden que sí es posible porque contamos con medios de los que no se disponía en el pasado: 1) tecnologías adecuadas, 2) recursos financieros y 3) recursos humanos. 

Ya veremos. Una cosa sí es segura: cada vez falta menos para el 2030. 

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