Michoacán vuelve a ocupar la agenda nacional por las peores razones. Los asesinatos recientes, las extorsiones constantes y la violencia asfixiante que se ha normalizado en la vida cotidiana de millones de michoacanos obligaron a la presidenta Claudia Sheinbaum a anunciar una nueva estrategia: el llamado “Plan Michoacán por la Paz y la Justicia”.
Para una sociedad agotada, incrédula y profundamente lastimada, recibir otro plan gubernamental es casi un acto de fe. No es exagerado decir que en esta entidad los anuncios se acumulan, pero la paz nunca llega. Y no es casualidad: este es ya el cuarto gran plan estratégico que se anuncia para Michoacán en menos de dos décadas, en un contexto en el que lo que sobran son diagnósticos y lo que falta es voluntad real para romper las inercias que permiten que la violencia siga creciendo.
El historial es amargo. En el sexenio de Felipe Calderón, el “Operativo Conjunto Michoacán” marcó el inicio de la fallida “guerra contra el narcotráfico”, una estrategia que prometía reducir los índices de violencia y que terminó multiplicando el derramamiento de sangre en la entidad. Después, con Enrique Peña Nieto llegó el “Plan Michoacán”, un programa basado en la prevención, el desarrollo social y cinco ejes que sonaban razonables en el papel —empleo, educación, infraestructura, salud y sustentabilidad—, pero que terminó siendo incapaz de modificar la realidad. Posteriormente, el gobierno de López Obrador presentó el “Plan de Apoyo Michoacán”, que incorporaba más programas sociales, más centralización educativa y mayor presencia de la Guardia Nacional; sin embargo, los resultados fueron igualmente decepcionantes: ni la violencia se redujo ni los homicidios disminuyeron. En todos los casos, las promesas fueron abundantes y los resultados nulos. La sangre siguió corriendo.
Por ello, cuando Sheinbaum presenta su estrategia con los ejes de seguridad y justicia, desarrollo económico con justicia, y educación y cultura para la paz, la duda es inevitable: ¿qué tiene de diferente este plan respecto a los anteriores? La presidenta afirma que la intención es atacar las causas estructurales, combatir la desigualdad y evitar que los jóvenes sean cooptados por el crimen organizado. El discurso es correcto, incluso deseable, pero sigue chocando con un obstáculo que nadie en el gobierno parece querer enfrentar: la continuidad de Alfredo Ramírez Bedolla al frente del Ejecutivo estatal. Diversas investigaciones, tanto en México como en Estados Unidos, lo han vinculado con un grupo criminal específico.
Aunque estos datos no se verbalicen en conferencias de prensa, son parte del conocimiento común en los círculos de inteligencia y seguridad. Pretender que un plan de pacificación funcione con un gobernador señalado por colusión es, lisa y llanamente, poner la iglesia en manos de Lutero.
Si la federación realmente desea que la estrategia tenga impacto, la primera condición debería ser garantizar que quien encabeza el Ejecutivo estatal esté libre de toda sospecha. De lo contrario, cualquier despliegue de fuerzas, cualquier inversión social o cualquier programa educativo estará sostenido sobre bases frágiles. Este es el punto donde la estrategia podría derrumbarse antes de comenzar: no se puede construir paz cuando la estructura política local está contaminada.
Y tampoco es posible avanzar si las policías municipales y estatales continúan siendo vulnerables a la intimidación, la corrupción o la infiltración criminal. La depuración policial no puede ser un trámite administrativo; debe ser un proceso profundo, severo y transparente, acompañado de profesionalización, capacitación y un verdadero compromiso con el respeto a los derechos humanos. combatir al crimen no puede seguir siendo sinónimo de excesos, abusos o violaciones constitucionales. La seguridad no se decreta: se construye.
El gobierno federal también apuesta fuerte con dos pilares: la llegada de más de 10 mil elementos de seguridad y la inversión anunciada de 57 mil millones de pesos en infraestructura, programas sociales, carreteras, escuelas y hospitales. El enfoque no es menor. Una mejor conectividad, más empleos temporales, obras públicas y apoyos sociales pueden ayudar a recomponer el tejido social y ofrecer alternativas económicas a una población que ha sufrido durante años la erosión institucional y la presión constante del crimen organizado.
Pero la experiencia demuestra que el dinero, por sí solo, no desactiva la violencia si las autoridades locales están comprometidas, capturadas o aterrorizadas por los grupos criminales. La inversión es positiva, pero no sustituye lo indispensable: romper los pactos oscuros que han permitido que los criminales gobiernen de facto diversas regiones del estado. Por eso, la disyuntiva es clara y profunda. Michoacán se encuentra frente a un punto crítico de su historia reciente: o se rompen las inercias de colusión y connivencia entre autoridades y crimen organizado, o la barbarie seguirá avanzando.
La sociedad michoacana, como la mexicana en su conjunto, merece un país donde caminar no sea un acto de valentía. Si este plan fracasa como los anteriores, Michoacán no solo perderá otra batalla: perderá la esperanza. Y un país que pierde la esperanza está a un paso del abismo.

