Sucede que en el terreno de la cultura (¿en siglo XXI pleno?) siguen apareciendo personajes que buscan la manera de abarcar espacios que creen que sólo ellos y nada más que ellos pueden llenar en materia académica y/o cultural. Me he dado cuenta cómo se va dando este extraño fenómeno desde hace mucho tiempo, pero ahora es más notorio sobre todo en las universidades públicas o en la oficialidad de la administración burocrática. Primero: hay que tener gran desfachatez para decirse lo que no se es. Pero así está el asunto en todos los niveles: unidades académicas secuestradas a manos de “investigadores” y “especialistas” en autores o en periodos históricos que nunca han demostrado nada. Llenaría esta página de ejemplos; no es el propósito por ahora.
En el plano nacional es un dolor de cabeza y un enorme problema. No me afecta por supuesto: percibo solamente que cada vez empeoramos. Lo otro es que los dejan porque a las autoridades de este país es lo que menos les produce malestar.
Debo corregir que no me afecta, me da nausea.
Son como los antiguos cazadores de animales en extinción. Mejor me explico y pongo el punto en el objetivo:
Ciertos creadores del arte (llámense escritores, músicos, bailarines, etcétera) que han vivido como los gitanos recorriéndolo todo, metiendo proyectos aquí y allá y estudiando como los zorros dónde habrá algo que pueda manipularse, se han allanado el camino: saben cómo llegar y saben cómo pegarle al negro o darle al blanco. Se apropian de ideas ajenas, se roban los proyectos de sus asesorados sin culpa ni piedad (lo que los convierte en plagiarios en serie) y tienen la suerte de que se les aprueban presentaciones, cursos, talleres y lo que les venga en gana. Eso se debe ante nada a la pésima capacidad de visión que tienen los directores o secretarios culturales y ―también― los que controlan las unidades académicas en las instituciones educativas.
Entonces, al igual que los colonizadores que construyeron su modo de entender el mundo sobre lo que hallaron, nuestros personajes llegan así a tratar de terminar con la historia que en materia de cultura ha quedado en el registro y en la crónica de los estados. Para ellos los demás no existen, no hay hemerotecas ni obras, ni museos. No hay nada: los cronistas mintieron, las peñas literarias no existieron, los círculos de lectura y estudios menos.
Se dicen jazzistas y poetas, se dicen artistas visuales o periodistas. No son nada: están más desacreditados de lo que imaginan: hablan cual si de verdad tuvieran la autoridad y el conocimiento. Desmantelan, allanan santuarios y se sienten conocedores absolutos de obras ajenas.
¿Quién los detiene?
Sólo la exhibición de la verdadera disidencia cultural que por fortuna y para su mala suerte también existe y los denuncian sin tapujos. Eso es admirable.
¿Quiénes deben detenerlos?
Aquellos que han logrado hacerse de una conciencia sólida y que no venden sus principios. Es posible que yo esté tratando un punto tan delicado como el setentero que fui, el lector del Afanasiev y Martha Harnecker pero también de los clásicos.
¿La suerte de los colonizadores de la cultura? Sí, llegan y sobreviven un rato en el medio en el que se sienten más seguros. Pronto sacan el cobre y al final tienen que huir a otro lugar para comenzar de nuevo, hasta que el ciclo se repite. No trabajan, lucran. Los hay, los hay.

