Cada vez que los periodistas argumentan que está en riesgo la libertad de expresión, me dan ganas de orinar.
Veo a Jorge Castañeda diciendo que el país está en crisis.
Entonces recuerdo que él fue empleado de Vicente Fox y me quedo cómodo.
Veo a Héctor Aguilar Camín corriendo como Sergio Mastretta —su cuñado—, y me dan ganas de vomitar.
Escucho a Lorenzo Meyer defendiendo a López Obrador, y pienso en la prostituta más vieja del prostíbulo.
¿Qué decir del Sr. Ácaro (Fabrizio Mejía)?
Éstos últimos ya dan pena con sus titubeos y sus argumentaciones en favor del hijo del presidente.
Cuando dos modestos reporteros de The Washington Post pusieron a temblar al presidente Nixon, algo nos quedó en claro: eran autoridades en todo: en gramática (tan olvidada), en investigación (tan dejada) y en pasión (tan tirada a un lado).
Pero México no es Washington.
México es Mexiquito.
Desconfío de los periodistas que anteponen la ética a la estética.
Desconfío de los más recientes levantacejas.
(Cada vez son más rubicundos).
No creo en aquéllos que piensan que Twitter es el país entero, y que lo que vimos en Space (#TodosSomosLoret) iba a tirar al presidente.
Tengo que repetir lo que escribí en mi anterior columna:
El periodismo es como la fiesta brava: a nadie se le ocurre cortarle los cuernos al toro para que los derechos humanos del torero queden a salvo.
El toro embiste.
Es su tarea.
El torero lo enfrenta, primero.
Después le tirará a matar.
El poder —cualquier poder— ve al periodismo como parte de intereses económicos y políticos.
¿De quién es la culpa?
De todos los actores de esta trama.
En consecuencia, cada quien a su manera, habrá quien embista, quien enfrente y quien, metafóricamente hablando, tire a matar.
Ninguno de los periodistas que veo en mi entorno cercano es dueño de los riegos de los reporteros que viven en los estados marcados por el narco.
Al contrario.
Gastan sus plumas en defender lo políticamente correcto.
No se pelean con nadie.
Y si lo hacen, nadie los lee.
No obstante, van y se crucifican en la Catedral.
Ponen carteles con faltas de ortografía.
Gritan, manotean, hacen todo lo que no hacen en sus espacios periodísticos.
Algún día serán exonerados.
Cada vez que los periodistas argumentan que está en riesgo la libertad de expresión, me dan ganas de orinar.
Ganas, sí, de vomitar.
El pleito público ha empezado a tocar fondo.
¡Sólo la poesía podrá salvarnos!