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viernes, noviembre 22, 2024

Rusdhie, recuperado

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Leo Cuchillo, la memoria de Salman Rushdie sobre el atentado que buscaba asesinarlo el año pasado. Es una pieza literaria maravillosa, cruda en la crónica de lo ocurrido y esperanzadora en su propia historia de amor, que cuenta al alimón. El perpetrador no tiene nombre en el libro, es A solamente. Y Rushdie es veraz en su recuerdo, pero crudo en la descripción no solo del ataque sino de la lenta y dolorosa recuperación. Les presento a mis lectores de Hipócrita, entonces, mi encuentro con él cuando lo presenté en la FIL, para abrir el Salón Literario Carlos Fuentes. En aquella ocasión lo saludé en el piso 19, del Hilton de Guadalajara. “Mr. Rushdie, es un placer”, le dije en inglés.

No sabe quién soy y aún así se levanta del sillón y me tiende la mano, una mano regordeta. Ha embarnecido, diría mi tía abuela al verlo, con las cejas endemoniadas de indio y su cuerpo de 240 libras que con ceremonia me saluda. Hasta entonces le comento que seré su presentador y aún más cortés, me señala el asiento de al lado y comenzamos a conversar. Le digo que la novela que presentaremos en la FIL es muy buena y bromea: “Sí, esta parece gustarle a todos”. Sonríe, socarrón. Ese humor negro, muy inglés, que suele empezar por mofarse de uno mismo, que será su marca en los tres días que compartiremos. “O casi todos, lo que es una tranquilidad. Nunca se sabe”. Luego me explica que desayunará con el representante de Bartelsman —el gigante editorial— y con su antiguo editor y se disculpa. Esa “vieja lealtad” provocará algún enojo en la Feria, pero no es importante. Es más bien lógico porque este es su primer libro en Seix Barral —o en Planeta como grupo—, y él es un hombre extremadamente cortés.

Esa noche lo presentaré ante un público enorme —más de dos mil— al inaugurar el Salón Literario Carlos Fuentes. Nos vemos media hora antes y repasamos la logística. Un grupo de guardaespaldas nos lleva del hotel al back stage de la feria, un salón donde lo mismo se hace tiempo que se firman libros. Llega el rector de la Universidad de Guadalajara, llega Raúl Padilla —el hombre de la feria—, llegan los hijos del gran Lara, de Planeta. Llega el exalcalde de Los Ángeles, Antonio Villarraigosa. Rushdie sonríe, saluda, firma. ¡Y está cansado ya antes del acto! Pero se deja tomar fotos, platica. Está exultante porque Obama ha ido —según el Washington Post— a una librería en Washington y ha comprado su libro y el de Franzen. La noticia ya es viral, comenta la jefa de prensa de Planeta. En la India ya lo comentan. Las ventas se exponenciarán. Dialogamos sobre el asunto y bromea —de nuevo bromea—: “Tal vez eso quiere ser Obama al dejar la presidencia, la nueva Oprah”. Y es que recientemente ha entrevistado, en Iowa, a Marilyn Robinson, la novelista. Un presidente entrevistando a una escritora. Inédito. Más fotos, más firmas. La logística avanza. Entran las autoridades al recinto. Luego nosotros dos. Hay palabras de Raúl Padilla y Silvia Lemus le pone después de abrazos fraternos y cuchicheos amorosos la medalla de Carlos Fuentes. Rushdie se conmueve. Por primera vez rompe el protocolo, cede un poco en su humor y da un beso en la mejilla a la viuda de su gran amigo. Nos sentamos. Yo procedo. Y hablo y digo lo siguiente:

Había una vez un contador de historias, un encantador de serpientes y audiencias que haría de la palabra su instrumento y su arma. Su nombre completo Ahmed Salman Rushdie. Había una vez un escritor de la estirpe de Sherezade que nació el 19 de Junio de 1947 en Bombay —para el nunca será Mumbai—, en India. Una ciudad en la cual Oriente y Occidente se mezclaban, no sin conflicto, uno de los temas centrales por ello de su literatura. Había una vez un fabulador que estudio en la Rugby School y en la Universidad de Cambridge, con una maestría en historia en 1968. Un joven angloindio que en los años setentas en Londres trabajaba escribiendo anuncios publicitarios mientras escribía, solitario, su primera novela Grimus —su experimento joyceano— que sería publicada en 1975. Un joven cuya lengua materna, el Urdu convivía con el Hindi y el inglés.

Había una vez un maestro del arte de la palabra que seis años después, en 1981 publicaría su segunda novela, Hijos de la Medianoche, una fábula, una alegoría moderna sobre la India. Inmediatamente, saludada por la crítica como una obra maestra esa novela le daría el prestigiado Booker Prize, pero luego, en 1993 compitiendo con la historia de ese premio ganó el Booker of Bookers y, en 2008, volvió a refrendarse como la favorita del público y la crítica al obtener el Best of the Booker. A los 25 y a los 40 años del premio Salman Rusdhie y su novela fueron votados por el público en la más intensa forma de aclamación literaria, el refrendo de los antiguos y los nuevos lectores del libro.

Había una vez un enorme, talentoso fabulador que en 1983 publicaba su tercera novela Vergüenza y que en 1988, en el verano de ese año aciago para él y para el mundo, daría a la luz su cuarta novela, Los versos satánicos. Otra divertida alegoría que provocó la ira del Ayatollah Khomeni, quien condenó al libro y ordenó una fatua el 15 de febrero, día de San Valentín (fatwa), ofreciendo una recompensa por su cabeza. El contador de historias tuvo que esconderse, con protección de Scotland Yard y en reclusión clandestina seguir escribiendo. Imaginary Homelands (1991), una colección de ensayos y crítica siguió a una novela para niños, Haroun y el mar de historias (1990) East, West (1994) y The Moor’s Last Sigh (1995) continuaron ininterrumpidamente una labor narrativa y de pensamiento que es, claro, la reflexión filosófica de toda una vida, sobre la fe y la razón, la palabra y la invención, la soberana libertad de la imaginación, quien deja de ser la loca de la casa y se convierte en la reina de la inteligencia y la clarividencia. Aunque en 1998 el gobierno de Irán levantó la fatua, es su experiencia atroz de la intolerancia la que nos permitió conocer, a fondo esos años tristes y solitarios, en la memoria en tercera persona publicada en 2012 Joseph Anton, el seudónimo con el que vivía en reclusión.

Había una vez un maestro de la historia oral que volvió a la tierra, regresó a la vida pública, un fabulador que volvió a la ficción con The Ground Beneath Her Feet (1999) y Furia (2001), pero también esa excepcional colección de sus ensayos escritos entre 1992 y 2002, cruza esta línea que lo mismo aborda los ataques a las Torres Gemelas el 11 de Septiembre que El mago de Oz, la película que lo hizo escritor apenas a los 10 años con el cuento Over the rainbow, que se ha perdido, pero que contiene ya no sólo los elementos de su ficción sino su mezcla entre historia oral y cuentos de hadas, reflexión literaria vigente hasta su última novela. Había una vez ese mismo novelista, ahora renovado que nos entregó Shalimar el Payaso (2005), otra aguda reflexión sobre el terrorismo en la región de Kashmir, con excursiones al Estrasburgo ocupado por los nazis, pero que empieza y termina en Los Ángeles y El encantador de Florencia (2008) libre interpretación histórica del emperador Akbar de Mughal. Esas novelas, afirma Rushdie, quieren responder al tema de las palabras en colisión, a las preguntas centrales para un fabulador, cómo hacer que la gente se percate de que la historia de cada quien es parte de la historia de todos los demás, cómo hacer sentir al lector que lo que lee es su experiencia de vida.

Había una vez un escritor que al conceder su entrevista para The Paris Review afirmaba contundente que le interesaba más la claridad como virtud, alejándose de las virtudes de la dificultad. Siempre le pareció absurdo que el hecho de contar historias y la literatura se hubiesen disociado.

Había una vez un fabulador excelso, un novelista mayor que viajó hasta Guadalajara para abrir el Salón Literario y presentar su nueva novela, Dos años, Ocho meses y veintiocho noches (2015). Quizá, después de Hijos de la media noche, otra de sus obras maestras, lo que el tiempo demostrará seguramente. Otra vez el tema central, la fe o la razón. Pero no olvidemos que en esa intensa entrevista para The Paris Review de la que he hablado ya Salman Rushdie decía: “Hay en los seres humanos una necesidad de algo no material, algo que suele llamarse espiritual. Todos tenemos una necesidad de la idea de que hay algo más allá de nuestra presencia física en el mundo. Necesitamos exaltación. Aún si no crees en dios necesitas sentirte exaltado de tiempo en tiempo, y consolado, necesitas una explicación. Y necesitas eso otro que otorga la religión, comunidad, el sentido de algo compartido, de un lenguaje común, una estructura metafórica común, una forma de explicarte a ti mismo ante la gente. Si no tienes religión hay un hueco. Ese hueco lo llena también la ficción al preguntarse sobre los orígenes”. Solo que nuestro fabulador no está interesado en esas ficciones como explicaciones. Cuando eso ocurre, como él afirma, Khomeini sucede, el Taliban sucede, la Inquisición sucede. Una vez que no necesitamos la parte explicativa de la religión aún necesitamos la consolación, la exaltación, la comunidad. La literatura, las fabulas, las historias, los cuentos de hadas, todo eso y el amor llenan los huecos de un mundo secular, ese mundo que hoy, esta tarde, escucharemos de sus propios labios. ¿Cuánto son mil y una noches? Dos años ocho meses y veintiocho días. Rushdie se ha propuesto ser la nueva Sherezada y lo ha logrado con creces. El libro se abre con un prólogo que ocurre en 1195 y que cuenta la historia de Ibn Rushd, el filósofo aristotélico y racionalista conocido como Averroes y su disputa con el teólogo Al-Ghazali, quien tiempo atrás escribió un libro. La incoherencia de los filósofos burlándose de la pretensión de guiarnos por la razón y no por la revelación y la divinidad. En su libro, La incoherencia de la incoherencia, Averroes desmonta tal pretensión y pide un mundo regido por la razón. Ibn Rushd es seducido por una jinnia (una genio) con la que tiene una vastísima descendencia. Porque ellos, los yinns y las yinnias se han colado por los intersticios del mundo. Dunia —el Mundo— regresará a las páginas del libro cientos de años después. En Nueva York hay una gran tormenta y se desata la gran batalla entre las fuerzas del mal y las fuerzas del bien y Dunia regresa a combatir con sus huestes de hijos. Ese tiempo de dura y cruenta batalla que dura mil y una noches es llamado el Tiempo de la Extrañeza. En esa era se presenta el personaje más querible de la novela, el Jardinero Gerónimo que ha perdido a su mujer muerta fulminada por un rayo. Gerónimo es capaz de levitar. En la era de la extrañeza cosas curiosas pasan. Un bebé deja marcas indelebles en los corruptos, y cientos de otros cuentos que se suceden sin cesar en un libro que es una máquina generadora de historias. De hecho escribe Rushdie en el libro: “Somos la criatura que se cuenta historias a sí misma para entender que clase de criatura es (…) Esos relatos se convierten en lo que conocemos, en lo que entendemos y en lo que somos, o tal vez deberías decir en lo que nos convertimos o en lo que tal vez podamos llegar a ser”.

Y entonces Scherezade-Rushdie habla y embelesa. Como lo hará tres días después ante un auditorio menor pero quizá más interesado cuando dialogamos cincuenta minutos sobre la nueva novela. Viene de Tlaquepaque. No le gustó. Le gustó el centro de Guadalajara. No ese pequeño pueblo para turistas: “Fake con linda arquitectura, pero nada auténtico”, me habrá dicho en otro de sus brotes de sinceridad. De hecho estuvo luchando con Antonio Muñoz Molina  quién se quedaba con el regalo —imposible de cargar y espantoso— de la alcaldesa del lugar. Muñoz Molina se llevó la apuesta. Y es que Rushdie aún iría a Bogotá. Me dijo al despedirnos: “He aprendido a viajar ligero, lo que no puedo llevar en una maletita que cargo conmigo en la cabina, no me sirve. Nunca me vuelve a pasar que se pierde mi equipaje. Estás jodido si eso te ocurre”.

Ligero de equipaje, genial en su escritura —en forma, como en sus mejores libros, de hecho— el gran escritor angloindio seguirá bromeando. Me dirá que está cansado de hablar ya. Y entonces, como una perla final, declarará: “Tengo la firme sospecha de que los editores te hacen esto, giras de tres meses absolutamente agotadoras para que odies tu libro y quieras escribir otro. Ahora lo único que añoro es el silencio y volver a escribir. Tú lo sabes, lo único que necesita el escritor es silencio y recogimiento para pensar hacia adentro y no hablar. Por lo que más quieras, no hablar más”.

Hoy, además, hay un sobreviviente. Un hombre que volvió milagrosamente de la muerte para recordarnos que la valentía y el no callarse valen más que cualquier comodidad. Que cree en el amor y en la fuerza de la voluntad —para escribir y para vivir— y que nos revela en Cuchillo que es un ser humano, no solo vulnerable por la terrible secuela del ataque brutal que sufrió: perdió un ojo, tiene cientos de cicatrices, tuvo que volver a aprender a andar, a escribir, a vivir. Intimidad, erudición, elocuencia. Un espíritu que nunca se doblega, que nos otorga una gran esperanza.

Por algo Rushdie lanza una conseja a los jóvenes: no se olviden del valor de la libertad de expresión.

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