“Ahora el gallo va a cantar ¡fortuna, fortuna!”. De esta manera Sabrina titularía su colaboración en un diario deportivo nacional.
La nota empezaba así:
“Londres, 1948. Las delegaciones han traído sus propios alimentos y, si hay excedentes, los donarán a los hospitales británicos. Alojados en cuarteles del ejército, los competidores se divierten bailando bajo la lluvia. Mientras tanto, el mago del olimpismo, Avery Brundage, fue recibido por la reina madre en el Palacio de Buckingham. Todos han tenido que madrugar”.
Antes de que pudiera seguir dictando por teléfono a su mecanógrafa el jefe de redacción del periódico descolgó el auricular de una extensión y comenzó a gritarle: “¡Si no envias mañana una verdadera nota, olvídate!”… “¿no te da vergüenza?”, concluyó su perorata.
Realmente no era tan mala su información, pues me consta que se esforzaba en atestiguar los acontecimientos, formarse una opinión diligente y, por ende, ofrecer a los lectores algo que hiciera honor a la inteligencia de todos ellos. El problema era su condición femenina, en una época en que estaba aún muy lejos la emancipación de las mujeres, a pesar de que habían luchado de una o de otra manera con los varones durante la Segunda Guerra Mundial.
Tampoco su estatura le ayudaba, era más alta que el promedio de los hombres. Su apellido era otro handicap. Si hubiera sido la hija de otro matrimonio le habría sido mucho más fácil aspirar a ser alguien importante, pues así sabría que su éxito se debía a sus capacidades y no al lastre familiar. Aun así, a pesar de los obstáculos paternos, pudo tomar prestado de algún callejón materno un poco de talento y entusiasmar a los lectores con sus crónicas.
Decidida a volarse la barda visitó a la veterana Francina Blankers-Koen, alguien que en la pista trataba de una manera tan maternal a sus contrincantes que acababas por adorarla. Antes de que cantara el gallo la reportera escribió un relato enternecedor sobre una ama de casa disciplinada, quien, a los 30 años, después de haber sido madre dos veces, había retornado al atletismo para ganar cuatro medallas de oro.
Al día siguiente pudo acercarse a Delfo Cabrera, el bombero de la provincia argentina de Córdoba triunfador en la prueba de maratón. Le confesó a ella su secreto para aguantar tantos kilómetros y cruzar la meta sonriente, como si nada.
“La cuestión está en el rebote”, le aseguró Cabrera, “si rebotás mal, tu columna te lo va a reclamar”.
El jefe de redacción no cabía de gusto cuando comprobó cómo su alumna respondía al castigo.
Pero la reportera fue más allá. Consiguió hablar con el teniente del ejército checo y flamante estrella del olimpismo, Emil Zatopek, luego de haber dejado a los espectadores con la boca abierta cuando impuso su paso de locomotora.
Otro día Sabrina pernoctó afuera de la barraca destinada a la delegación norteamericana. Cuando algunos de los atletas salieron a entrenar por la mañana, se las arregló para entablar diálogo con Bob Mathias, quien ganó el decatlón a los 17 años de edad, con la pura intención de dilucidar de qué estaba hecho el mocoso.
Esa misma noche escribió sobre lo que acaba de presenciar. Un intrépido corredor de fondo mandó a volar a su entrenador porque, según él, repetía frases huecas sobre el pundonor. Prefirió prepararse para la maratón mediante “un viaje interior”, declaró cuando ella insistió en obtener su testimonio.
Le confesó que consiguió dormitar, pero en medio del sueño empezó a hablar en una lengua que no era la suya. Profirió palabras que penetraban en su cerebro una vez dichas, sonidos con pocas vocales intermedias. Luego se vio a sí mismo montado en una banda sin fin, frente a una ventana tapiada con ladrillos rojos y cemento grisáceo, si bien por alguna sinrazón había dos soles rojos quemándole el rostro, los lagrimales inundaban sus pupilas que crujían como nudos en quiebra.
Al despertar se sintió débil. Fue a la báscula y verificó que había perdido un par de kilos.
Después de un largo baño pensó en su mujer. Imaginó los rostros de sus futuros hijos. Sonrió cuando en su mente se dibujó el cuerpo de una bebé, una lindura de labios delgados, bien formados, ojos pequeños y brillantes, nariz recta, breve. Corrió en medio de la densa humedad como si se viese obligado a triturar las ramas de los árboles caídos. Las estrellas se habían apagado y brillaban las casas, los edificios, las iglesias, los faroles.
“Ninguna campana sonará, ninguna multitud te aclamará, ningún pájaro levantará el vuelo, ningún juez se moverá. Ni aplausos ni tristeza, ni llanto o lamentaciones”, le aseguró el maratonista a Sabrina.
Al final adquirió el poder de sentir lo que debería, no lo que hubiera querido. Un instante después, a sus ojos, cada uno de los espectadores en el estadio se convirtió en su bufón.
Así lo escribió Sabrina, cosa que agradó a su jefe.
Siguió ella con sus observaciones, por ejemplo, que nadie pudo haber adivinado cuatro años atrás, en los Juegos Olímpicos de Londres 1948, la aparición de Bob Mathias y menos aún su dominio absoluto del decatlón ahora, en Helsinki 1952. Como todo buen veterano, se retiraría a los 21 años de edad en su apogeo. Sabrina consiguió entrevistarlo de nueva cuenta.
Ese día conoció al pugilista vikingo Ingemar Johansson y tuvo el mal tino de casarse con él.
“Bueno fue admirar a Cyrus J. Young lanzar la jabalina, lo cual habría de romper en su propia casa la hegemonía impuesta por los finlandeses de tiempo atrás”, le dijo Ingemar, fugando la mirada al infinito. Luego continuó, como si estuviera frente a las cámaras de la audiencia mundial:
“Pocos saben que Cy Young no requería ser un genio de las matemáticas para diagnosticar con certeza el escenario. El hombre sabía arrancar, dominar el paso, orientar la flecha. Aplicaba la fuerza necesaria para dibujar la elipse perfecta con su jabalina egregia.
A ella le importaban un bledo las disquisiciones de Ingemar. Lo había amado cuando se tomaba el tiempo de amarla ni un minuto más. Pero, como decía mi mamá, siempre que tocábamos el tema del corazón: vive tu vida y déjate de cuentos. Para Sabrina tampoco era una condición esencial en su vida contar con un ente robótico, un ídolo cibernético que imitar, me confesó un día.
“En resumidas cuentas, el tipo que duerme a tu lado, en este caso uno llamado Ingemar Johansson, no es un ser divino sino un forro de vino”, remató.
Dada su condición de reportera, y no de heredera, llegaron a un acuerdo. Cada uno seguiría su camino, y si volvían a encontrarse, rehuirían la ocasión. Tuvo que aceptar que el dinero sirve para pagar los abogados más astutos. Sabrina continuó dentro del rudo mundo de los machines dedicados a reportear en los campos de juego, a lo largo de las graderías, yendo y viniendo por pasillos que conducen a los vestidores, haciendo antesala en las oficinas de los directivos. Ingemar siguió en lo suyo, que consistió básicamente en noquear tipos igual de testarudos que él.
Su exautómata favorito fue descalificado en la final olímpica de los pesos pesados. No me extrañó, ni a Sabrina tampoco, pues aquél había comido mucho apio, tomates a docenas y un kilo de lechuga. Repitió el menú meses más tarde, ya como un pugilista profesional. A pesar de que además se atiborró de pepinos antes de saltar al cuadrilátero, esa noche ganaría el campeonato mundial de la división, arrebatándoselo al norteamericano Floyd Patterson, quien, a su vez, había ganado en la capital finlandesa la medalla de oro correspondiente al peso mediano en las Olimpiadas de 1952.
Ella tuvo una hija con un boricua lanzador de pelota caliente. Gladys resultó ser una jugadora de voleibol excepcional, cuya especialidad eran los remates de volea letales con su mano ligeramente oblicua en tanto que flotaba por un instante en el aire sin rozar la red.
Era tan alta y atractiva que por un tiempo coqueteó con la idea de ingresar en el mundillo de las súper modelos. Ganó varios concursos de beldades adolescentes mientras vivieron en Florida. Jugó para un equipo de Orlando. Su popularidad nunca decayó. En Saint Louis fue campeona nacional con el equipo de su universidad.
Consiguió un lugar en el equipo norteamericano que asistió al campeonato mundial de Francia en 1956 y colaboró para alcanzar el noveno lugar con su feroz remate, como si la bola hubiese sido lanzada por una catapulta. En las gradas Sabrina mira el último juego de Gladys, aplaude; ya no piensa en qué hubiera sido de ella y la hija que por fortuna nunca tuvo con aquel golpeador innato llamado Ingemar si hubiera decidido quedarse con él.