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jueves, noviembre 21, 2024

Las escritoras

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Mi futuro en la boca es lo que quiero 

Decir, decir el corazón, vomitar el asco y la ranura. 

Gioconda Belli 

 

 

Alguien por ahí dijo que el arte es una larga paciencia. Las mujeres hemos sido más que pacientes. Ya Virginia Woolf, en su fundamental ensayo sobre el trabajo literario de las mujeres, Un cuarto propio, afirmaba que las mujeres debían tener medios de subsistencia propios y un espacio también propio para crear una obra. Sin esas dos condiciones es casi imposible domeñar el oficio, dice la Woolf. Sin embargo, y dadas las condiciones de la modernidad, los hombres podrían argumentar que también ellos necesitan ambas cosas para desarrollar su potencial artístico. La única diferencia es que las mujeres latinoamericanas, en términos generales, no sólo lidiamos con la pobreza económica, la falta de empleo, la demanda sobre nuestro tiempo y sobre nuestro cuerpo, sino también sobre nuestro margen de movimiento. Y no sólo el físico, también el mental. Convencernos de la importancia de nuestra palabra, de nuestros temas, de nuestros recursos estilísticos es una labor aún mayor que desprendernos del yugo patriarcal que nos rige. ¿Cuántas veces hemos visto a mujeres desertar de los talleres porque no son capaces de soportar la crítica mordaz, acerba, desolladora de sus compañeros? ¿Cuántas veces no hemos visto a talleristas y alumnos varones ensañarse con los trabajos escritos por las ingenuas que creyeron en la crítica objetiva, ajena a visiones sexistas? Los talleres caníbales con mucha frecuencia confunden rigor con miopía intelectual. Con la falta de lecturas, con el exceso de prejuicios. “Las ñoras”, como les decía un amigo muy comprometido con su labor de tallerista, son un ejemplo de esto. Se les considera aburridas, previsibles, poco interesantes. Mi teoría es que ellas incurren en una falla aún más grave que el hecho de ser mujer: ya no son jovenazas apetecibles, no pueden convertirse en “ganado” ni en adorno para el taller. Si empezar a escribir tarde resulta (en términos de los jóvenes “ilimitados e inmortales”, como los definía Ricardo Garibay) una tragedia irremontable, la mujer que osa emprender el camino de la escritura a edades poco apetecibles es casi seguro que no crecerá como escritora en un taller común. ¿Querría esto decir que las mujeres debemos tener talleres especiales coordinados por talleristas mujeres? No lo creo. Más bien necesitamos hacernos responsables de nuestra condición de seres empobrecidos socialmente. Necesitamos propiciar cambios no sólo en el discurso, también en las actitudes de quienes nos rodean. Empezando por nosotras mismas. 

En varias ocasiones he afirmado que la escritura es una fuente de placer que nos espanta, nos fascina, nos exige maravillarnos. Dicha exigencia trae aparejada una responsabilidad: hacerse de tiempo para escribir. Por supuesto, ese tiempo es tiempo robado a otros que nos miran con ojos lánguidos porque dejamos de lado sus necesidades, les sacamos el cuerpo, los diferimos y los mandamos a hacerse ellos mismos el sándwich o a echar su ropa a la lavadora. ¿Cómo escribir en calma si el novio, los hijos, el perro, la suegra o quien sea nos interrumpe cada vez que demanda nuestra atención? Mientras escribir sea una ocupación eventual, de fin de semana, de altas horas nocturnas, sólo un pasatiempo, las mujeres le entramos al toro. Pero si nos piden rendir cantidad y calidad, someternos al escrutinio hostil de editores prejuiciosos, involucrarnos en actividades en torno de nuestro oficio de escritoras, o asumir nuestro papel de espectadoras activas de los días que huyen con su verdad y sus sombras, entonces empezamos a darnos pretextos. Nos quejamos de la falta de comprensión y de espacios. Pero huimos ante el primer atisbo de compromiso real. Virginia Woolf afirma: “La literatura está abarrotada de ruinas de hombres que se han preocupado más allá de lo razonable de las opiniones ajenas.” Nosotras ni siquiera vemos en qué momento caen nuestras compañeras. No podríamos contabilizar las deserciones, las carreras literarias que quedaron truncas, la capitulación de tanto deseo. Apenas ahora estamos encontrando vías de expresión, maneras de ventilar los agravios. Perdemos demasiado tiempo en vociferar y chantajear, en quejarnos y no participar.  

“La mente del artista, para lograr el prodigioso esfuerzo de producir íntegra la obra que está en él, debe ser incandescente…”, nos insiste la Wolf. Y la mente incandescente sólo pude surgir del ejercicio constante, implacable, de la razón. La necesidad del desquite nos puede asaltar, pero estorbará de manera irremediable al proceso creativo. Insisto; no la tenemos fácil. La misoginia es una realidad. El menosprecio, la calumnia, la violencia, la incomprensión y el acoso siguen siendo el muro contra el que se estrellan nuestras ambiciones. En todos los ámbitos, la competencia nos hace de lado, nos aplasta, nos escamotea oportunidades. Ya lo sabemos. Por eso es importante hablar, expresar nuestras inquietudes. Nuestro lugar está ahí, esperándonos. Nadie puede arrebatarnos lo que es nuestro. Los lugares se ganan con trabajo y calidad. Ningún golpe bajo, ninguna descalificación, ningún desdén han impedido a las buenas escritoras ingresar tarde o temprano en las preferencias de un gran lector.  

 

Entonces, las mujeres ¿necesitamos condiciones especiales para desarrollar una obra? Yo creo que no. La obra vive dentro de nosotras. Como ejemplo tenemos a toda una cauda de escritoras cuya obra se vende y se lee en todos los países de Hispanoamérica. Pero para las escritoras emergentes de cualquier edad, llegar a la casa editora correcta no es fácil. Las actuales formas de autogestión resultan una especie de trampa para aquellas empecinadas en publicar, aunque no les salga muy bien eso de escribir. Evitar el atajo de la autopublicación, entre otros recursos que empobrecen el trabajo de cualquiera, obliga a las escritoras a profesionalizarse mucho más rápido que antes. En la actualidad, además de asistir a talleres de creación literaria de alta gama, las escritoras necesitan consolidar su oficio mediante cursos de capacitación en temas actuales: manejo de redes, creación de una marca personal, derechos de autor, búsqueda del representante literario idóneo para su obra, entre otros aspectos vinculados como los peligros y las ventajas de la IA. 

Primero la A, uno de los libros contra el que me he revuelto con mayor furia (aunque creo que en el camino he ido leyendo libros todavía más misóginos), contiene las reflexiones que sobre el arte de escribir fue recogiendo a lo largo de su vida un gran escritor y amigo ya difunto, el maestro Eusebio Ruvalcaba, quien nos dice: 

“Escribir, el acto de escribir inexorablemente nace en contra de algo, contra lo mejor que cada uno de quienes escriben tiene dentro. Por ejemplo, cada línea que el escritor escribe significa una caricia que le ha negado a la mujer que ama, o si no ama a ninguna mujer en especial, simplemente a la mujer que ha dormido con él esa noche, una mujer que le ha brindado calor y alivio y que le da palmaditas en la cama, cuando de pronto él se levanta hasta el escritorio. Y escribe.” 

Este párrafo nos ilustra la batalla incesante del escritor con el medio. Sin embargo, la omisión de un ejemplo para las mujeres es doloroso. Porque para nosotras no resulta tan fácil negar una caricia, como tampoco sacar a pasear al perro, acostar a los niños, servir la cena, preparar el lunch del día siguiente, planchar la ropa, guisar para toda la semana. Si quisiéramos poner el fragmento en femenino, no acabaríamos diciendo: “Y escribe”. Por eso necesitamos proponer cambios. Y recordar lo que el buen Eusebio nos dice en uno de sus 60 guiños literarios: “El escritor no se merece nada. No más de lo que merece un cirujano, un presidente o un albañil. En el orden que se quiera.” Eso, las mujeres lo sabemos desde hace mucho. 

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