No estaba seguro de poder cumplir con mi propósito ese verano de 1936. Las piernas me traicionaron en medio de la nevada cuando me di cuenta de que la calle por la que iba dando tumbos, como si estuviese pasado de copas, desembocaba a un lado del Parlamento.
Podía oler el aroma que despedían los metales húmedos, esperando una señal para mudarse de planeta. La empresa era gigantesca; la alucinación, colectiva, cósmica en un sentido perverso. Dado que nunca alcancé a distinguir la osadía de la estupidez, quise evitar el preludio del pandemónium. Solo conseguí exacerbarlo.
Como gimnasta fui un fiasco; como católico, una vergüenza. Pero tenía amistades, aprendí a valorar la lealtad a través de la competencia y el entrenamiento duro.
En mi peor momento llegué a aplastarlos y luego decidí perdonarlos. La mayoría de mis amigos eran paisanos con ojos profundos y piel blanca, como los primos Flatow, a quienes conocí en la Olimpiada de Atenas, en 1896. Nadie había realizado las rutinas en las argollas como yo hasta que llegaron ellos. Triunfaron, convivimos, aceptamos lo que éramos cada uno y sellamos una honda amistad. Por eso vine a esta ciudad, para vengar su muerte.
—Ich rufe die Jugend der Welt—dijo María cuando me vio llegar a su casa.
Pero la juventud del mundo no podía escucharla, ni a ella ni a los hermanos Flatow. Meses atrás, en el verano, pasamos un delicioso fin de semana en los lagos, bebiendo vino blanco del Rhin y comiendo arenques con pan de centeno, sin olvidar ensalada de remolacha y ejotes.
A la luz de la brillante luna planeamos el atentado. Ella me miró, en un saético escrutinio, y luego dijo una cosa lapidaria, algo así como:
—Este es el beso más largo de tu vida—y echó a reír.
Tenía ese don, el de la risa franca, imprevista, natural, aunque fuese totalmente impostada. Creía que yo era casi apuesto, de alguna manera irreal. Un mensajero de Apolo. Se volvía hacia mí, pero no se alejaba corriendo.
Decidimos dejar de beber y pasear por el zoológico. En ese instante creímos que podíamos controlarlo todo, anticipar los torpes y rutinarios movimientos de los nacional–socialistas, descifrar sus claves cotidianas, ganarnos su confianza. Aunque la realidad es más caprichosa de lo que uno supone.
Entré en la sala de un cine. La extraña belleza del documental filmado por Leni Riefensthal, Olimpia, resultaba elocuente. Podía verse y escucharse allí el llamado de Adolf Hitler a las juventudes del mundo, quien profirió la misma frase empleada por ella al verme aparecer en su casa: Ich rufe die Jugend der Welt.
El sitio en penumbras no hacía más que resaltar el rostro negro y brillante del velocista Owens. Me resultó imposible sacar de mi cabeza el fin de semana más intenso y estúpido que he pasado en mi aborrecible vida. Había pistolas, explosivos, vehículos, nada podía fallar, excepto por mi manía de echarlo todo a perder, incluso el amor hacia la gimnasia.
Uno aprende a castigarse, como lo hicieron los santos varones. Un amigo, Andreas Von Schrein, no sé qué (nótese que su apellido paterno llevaba la V alta, pues el tipo era un aristócrata y su familia, una reliquia), me contó que los caballeros de San Juan, como su padre, siempre habían sido campeones del laceramiento mental y la mordedura corporal. Mediante el dominio de la carne se consigue el control del espíritu, pero no solo el de uno mismo, asunto fútil, sino el de los demás.
—El trabajo enaltece y nos hará libres—remató mi amigo berlinés.
Volví a poner mi atención en el documental. Apareció el campesino griego, Spiridon Louys, junto a Hitler el día de la inauguración. Ironía de la vida, pues otros campeones olímpicos de Atenas 1896, como lo había sido el mismo Louys, serían víctimas de la “solución final” orquestada por el III Reich. Tal fue el caso de los gimnastas alemanes Alfred Flatow y su primo Gustavo. Lo peor de todo era que ese odio había sido alimentado por los sucesos en los que, penosamente, nos vimos involucrados María y yo.
Ella me mostró el pasillo de paredes frías y grises que conducen al cadalso. Me llevó a recorrer un campo amarillento, salpicado de motas blancas. Hizo que me aprendiera de memoria los cambios de guardia. Me convenció de ser paciente hasta lograr reconocer sin dilación a los agentes que pululaban vestidos de civil, incluso mujeres, niños y ancianos devotos.
Aprendí a fabricar bombas diminutas y a esconderlas en cigarrillos. María era más hábil con las manos que yo, un creyente de pacotilla. La vida puede ser un paraíso tropical si resultas ser más ocurrente que un tendero con aspecto de obispo. Ella sabía de aplausos y música de violines, de mangos de marfil y estacas de ébano; podía pilotear un aeroplano. En cambio, yo apenas sabía montarme al caballo con arzones, a duras penas lograba volar alrededor de las barras asimétricas.
Durante un momento María me miró como si estuviera frente a un caldo espeso y frío.
Aquella mañana salí de nuestro nido y alcancé la calle de los gansos, donde había un templo dedicado a la Virgen María. A sus espaldas se hallaban algunas oficinas pertenecientes a las juventudes del Partido Nazi. Entré a la iglesia. Nadie parecía orar en ese momento, excepto una señora que se hallaba hincada y con la cabeza apoyada en sus puños. Caminé por el pasillo central. Estaba a punto de colarme, pero apareció un sacerdote. No tuve más remedio que inventar una urgente confesión.
Terminamos la farsa, y la mujer no se marchaba. Obligué entonces al ministro a guiarme hasta la pared que su templo compartía con el edificio del partido. Intentó resistirse, lo golpeé sin misericordia. Encendí varios cigarrillos, los arrojé, uno tras otro, al patio vecino. Seis mechas potenciadas, pues lo que no sabía yo era que la noche anterior habían almacenado ahí parque y armas ligeras. Luego vino el pandemónium. Mi último acto de gimnasia en recuerdo de los Flatow.
Corrí hasta el cine. La función estaba por terminar. Las bombillas del recinto se encendieron. Había que salir. Los soplones pierden la paciencia con facilidad, detestan las salas obscuras, sitios donde la gente enmudece, mientras que la pantalla lo exhibe, lo dice todo.