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sábado, noviembre 23, 2024

Del marrano y de la salsa borracha

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¿Cuál fue la minuta de aquel primer banquete español en México? Bernal Díaz no cuidó sino de indicarla: de Cuba habían llegado cerdos. La manteca hacía pues su entrada triunfal y chirriante aquí donde no se conocían las frituras. Los mexicanos miraban sorprendidos a aquel extraño, gordo animal que siempre dormía: cochi, dormir. El cerdo español recibiría su nuevo nombre mexicano de cochino, el que duerme. Y chicharrón; suena al verbo chichina, arder, quemar. Todavía usamos en México el nahuatlismo chichinar.

Llegó también vino para el regalo de los triunfales conquistadores, para alegría de su banquete en Coyohuacan. Cerdo y vino; carnitas en taco, con tortillas calientes. Aún no llegaba seguramente el pan de trigo. La comida de los tenles, aunque se auxiliaba con ella, triunfaba por un momento —como Cortés sobre Cuauhtémoc— sobre la dieta de los mexicas. En la orgía, los capitanes ebrios y ahítos rodaron por las mesas, abrazaron a las mujeres, algunos de cuyos nombres recuerda Bernal Díaz; la vieja María Estrada, Francisca Ordaz, la Bermuda, una fulana Gómez, otra Bermuda… y otra vieja que se decía Isabel Rodríguez… y otra algo anciana que se decía Mari Hernández… y otras’, de cuyo nombre ya no se acuerda; pero todas las cuales se casaron después más o menos honorablemente. A los postres —si postres hubo-, se habló del oro: de todo el oro que ahora podían llevarse. Empero…

Lo que de más valioso se llevarían de México los Conquistadores no es ciertamente el oro —el “teocuítlatl”, el excremento de los dioses. El oro es muerte, inercia. Se acaba, se esconde, permanece en su ser o cambia simplemente de manos codiciosas. Lo bueno —”cualli” es lo que da alimento al hombre y lo que, como el hombre, es capaz de reproducirse y prosperar, frutecer, ser eterno, nuevo a cada primavera, a cada reencarnación.

Esa es la verdadera, la imperecedera riqueza; la que cuando México entrega al mundo, su cesión no constituye un despojo que lo prive de su riqueza natural ni que lo empobrezca; sino una fraternal comunicación de sus bienes. Lo que no se agota: nuestras semillas, plantas, frutas; que llevarán por todo el mundo el tributo generoso de México; que propagarán los dulces, los significativos nombres que aquí recibieron los árboles, las plantas, las flores y los frutos: ahuéhuetl, chilli, auácatl, tómatl, xempoalxóchitl, cacáhuatl.

Y en la propagación mundial de estos dones mexicanos más valiosos que el oro, los monjes toman nobilísima parte. Aquí cultivan en sus conventos fecundas, opimas hortalizas para la comunidad: llegan en el Carmen de Coyohuacan a producir frutas, peras incomparables; pero también envían semillas a los hermanos de sus órdenes en otros países. Así, si durante la Edad Media han preservado en los conventos europeos la sabiduría clásica, y con ello gestado el Renacimiento, en la Edad Media que aquí acababa de repetir la invasión de los nuevos bárbaros codiciosos del excremento de los dioses, los Sahagunes rescatarán la sabiduría de los nahuas; del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco saldrá el Badiano —y de los conventos, las semillas de nuestros frutos para otros países.

Consumada la Conquista, sobreviene un largo período de ajuste y entrega mutuos: de absorción, intercambio, mestizaje: maíz, chile, tomate, frijol, pavos, cacao, quelites, aguardan, se ofrecen. En la nueva Dualidad creadora —Ometecuhtli, Omecíhuatl—, representan la aparentemente vencida, pasiva, parte femenina del contacto. Llegan arroz, trigo, reses, ovejas, cerdos, leche, quesos, aceite, ajos, vino y vinagre, azúcar. En la Dualidad representan el elemento masculino.

Y el encuentro es feliz, los esponsales venturosos, abundante la prole. Atoles y cacaos se benefician con el piloncillo y la leche; las tortillas, al freírse, al recibir el espolvoreo del chorizo, se transformarán en garnachas, chalupas, sopes, tostadas, tacos, enchiladas, chilaquiles, infladas, molotes, bocoles, pellizcadas. Los tamales serán más esponjosos con la manteca bien batida cuando después de bien arropados en la hoja del elote —elotes minúsculos y artificiales—, reciban cocción en las ollas. Los frijoles refritos serán más deliciosos que de la olla; y tanto los frijoles como las rajas fritas de chile con cebolla, admitirán gustosos la caricia blanca, sápida, del queso y de la crema.

Del maridaje del maíz con el queso nacerían las quesadillas; como empanadas, sí, ”,pero subrayadas con la rajita de chile, o ennoblecidas con la flor de calabaza o con el epázotl. Y en los peneques rellenos de papa con queso, el tomate pondría a bañarlos la ruborosa, fluida delicia de su salsa.

Y nacerían —¡oh, apogeo, culminación, clímax del mestizaje gastronómico! — los chiles rellenos: de queso, de picadillo; con pasas, almendras y acitrones; capeados en huevo batido; fritos, y por fin, náufragos en salsa de tomate y cebolla con su puntita de clavo y de azúcar. Para coronar un arroz con chícharos; para, a trozos, verse acompañados con frijoles refritos en el viaje que los arropa en el abanico de tortilla caliente que sostienen —cuchara comestible— dos dedos diestros hasta una ávida boca, ya hecha agua. O la orfebrería coronada de rubíes de los conventuales chiles en nogada.

En las cocinas de los conventos y de los palacios se gestará lenta, dulcemente —como en las alcobas el otro— el mestizaje que cristalizaría la opulenta singularidad de la cocina mexicana. De sus derivaciones regionales, no nos ocuparemos aquí. Sólo señalemos, de paso, que el mestizaje varió según los productos de las tierras que iban conquistando o descubriendo los españoles —y las aportaciones o exigencias y gustos de los españoles, según que fueran asturianos, gallegos, vascos, andaluces…

Pero advirtamos, complacidos, que en esta larga, lenta, venturosa gestación, los cromosomas culinarios de los mexicas prevalecieron sobre los genes de los españoles. Estos acabarán por comer chile. Exclamarán, reconocerán

“que el pipián es célebre comida,

que al sabor dél, os comeréis las manos”.

Aun cuando el ámbito de nuestras observaciones es la ciudad de México, no podemos excluir la que nos señala, lejos de los conventos y los palacios: en las haciendas en que los españoles trabajaban de dueños, los indios de peones y las indias de cocineras, el feliz acuerdo a que llegaron los mexicanos y los españoles —siempre con predominio de lo indígena— en la barbacoa en que una oveja de origen popoloca o sea extranjero, era objeto de tlacaxipehualiztli o desollamiento; metida en algo tan parecido al baño o temascalli como el horno de piedras calentadas; envuelta en las pencas jugosas del maguey; y al exhumarlo y capturar sus suaves trozos que se desprenden de los huesos, envolverlos en tortillas calientes, ungirlos con las salsas en que los chiles tatemados y molidos en el molcáxitl habían recibido la inefable sazón del pulque para crear la “salsa borracha” que impartiera al desabrimiento per se de la carne del borrego, la suculencia de un acompañamiento perfecto.

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