“Mire, hay quienes dicen que lo vieron correr. Pero especialmente éstos, no saben en realidad lo que miraron”, dijo el viejo Edgardo, sin dejar de mascar un trozo de tabaco.
“Si esas personas hubieran observado bien, habrían encontrado los agujeros, resquicios, grietas por donde la gente como Michel puede deslizarse. Ni siquiera asoman la cabeza porque podrían extraviarla. Sus ojos permanecen callados, con la esperanza de encontrar un camino de luz; todo es inútil, pues llevan cosidos los párpados”.
Hizo una pausa, tomó una bocanada del pernicioso aire parisino. Siguió.
“Eso no lo descubrí yo, sino Michel Theato. En sus correrías ratoniles con los muchachos del Racing Club aprendió a reconocer el valor de un agujero, el tesoro de queso que puede llegar a esconderse entre las grietas. El coraje de mirar cuando la ceguera silenciosa está al acecho. Si caminamos sin temor por algunos de esos túneles invisibles, nosotros, roedores insignificantes, plaga inmunda, encontraremos pasadizos de vidrio por donde el corredor resbala desafiando la gravedad y otras leyes de la física”.
Según el testimonio de Edgardo, alguna ocasión mi sobrino Michel acudió a una lectura de poesía, donde un tipo hablaba de que la sensación más intensa dentro de un estado particular de sueño sucedía en el instante en que se iluminaban los espacios subterráneos, cuando se tenía la suerte de encontrar puntos que nadie ha encendido aún.
Les habló de ello a los muchachos dientones del Racing Club. Lo mandaron a comprar barras de pan. “Luego de que termines tus tareas de jardinería, hablamos”, le dijeron en medio de risas chillonas. Los más viejos pensaban que la principal virtud de Michel era la tenacidad, pues no descuidaba los arbustos por colarse a los entrenamientos.
Al entrenador le agradaba que supiera emparejar la grama con la paciencia del gran fondista. Cuando lo platicó con el presidente del Club, le hizo notar que Michel tenía mano para podar los árboles plagados y a los poetas mal versados.
“Posee el ritmo implacable de quien sabe reconocer floraciones perniciosas y parásitos, cuya apariencia es exuberante e invita a divagar”, acotó el entrenador.
Michel nació en una orilla del río Mosela, aunque no conoció a sus padres. Un tío panadero (el que esto escribe) emigró de Luxemburgo a París, donde trató de enseñarle un oficio, pero no le gustó hundir las manos en la masa. Tampoco prosperó como ayudante de cocina. Prefirió destrozárselas con el abono, los tallos, el pasto, las espinas.
“Dale duro, Michel”, le decían los corredores del Racing Club. Y es que pronto habría de llevarse a cabo la segunda olimpiada de la historia moderna; en ese marco se celebraría la carrera de marathón entre Versalles y París. Él no les había dicho nada, pero se notaba a leguas su pasión por el gran fondo.
Siempre supe que las barras de centeno y trigo eran buenas para ellos. A veces les agregaba avena, que también era espléndida para el estómago atormentado de Michel, el huérfano; para Michel, el escurridizo. Era bondadoso cuando cortaba una planta, pues, aseguraba, sabía ahorrarle sufrimiento. Los días de fiesta preparaba berenjena como la cocinaba la abuela.
Michel presumió más de una ocasión de su habilidad para hablar con los organismos del mundo vegetal. Cuando corría, era capaz como ninguno de encontrar el sendero del suspiro arbóreo. Los primeros kilómetros atendían cualquier detalle, el pasto amarillento, un sicomoro viejo, un castaño lleno de vigor, arbustos mal podados.
Todo representaba un signo inteligible para Michel en su carrera hacia el intersticio de los roedores inmortales, a quienes siempre derrotaba. Esto tampoco lo alcancé a apreciar por mí mismo, sino que los miembros del Racing Club fueron quienes me lo contaron, un día en el que lo que menos deseas es partir el pan con uno de tu especie.
Aquella tarde Michel vino en busca de las barras que acaban de salir del horno. Lo vi a la distancia. Pedaleaba a medio vapor, pues conocía los atajos, incluso los que permitía el viento. “Hoy anunciaron que la carrera de marathón queda abierta”, dijo.
Me guiñó un ojo y agregó: “Pienso inscribirme, ¿qué dice, tío”. En ese momento pensé que Michel había regado por ahí el poco seso que pudo traer de su hermoso territorio luxemburgués. Sintiéndose ofendido, salió con sus panes y se esfumó.
Una mañana, casi doce años más tarde, caminaba yo por las veredas del Bosque de Boulogne cuando me topé con el cuerpo de un hombre que dormía sobre una banca. Permaneció ovillado mientras pasé. Al final se dio la vuelta, se estiró, decidido a iniciar el día. Llevaba puestos unos guantes de lana, roídos y, a todas luces, pequeños para sus largas y huesudas falanges.
Fue aquel andrajoso don nadie quien me dio la noticia: “¡Han reconocido el triunfo de Michel Theato!”.
Ese día escuché en el café a un parroquiano farfullar sobre la inesperada restitución del triunfo del joven y desconocido “repartidor de pan de la villa de París”, quien se había colado al pódium de los vencedores en la prueba de maratón olímpica, pero a quien se le negó el triunfo dadas las múltiples irregularidades del caso.
No pude más que sonreír, recordando a los escurridizos parientes de Luxemburgo. Salí en medio de la lluvia pertinaz y me dirigí, animado, a la panadería. Como cada tarde, me hallaba a punto de amasar y hornear el pan que los oficinistas comprarían puntualmente en su camino de regreso a casa.
Me lavé las manos, mientras venían a mi cabeza las palabras que le dije aquella vez a mi sobrino, cuando vino a compartir su decisión de correr la marathón: “En efecto, tu victoria será impecable, todo saldrá a pedir de boca. Ya verás que repartir pan y mantener jardines tiene sus recompensas…”.
Michel chilló porque él jamás sería un roedor cuya gracia se limitaba a cocinar berenjena como la abuela y repartir pan; en cambio se convertiría un jardinero ganador, un vencedor olímpico. No haría nada encerrado, cocinándose en el anonimato; lo haría todo al aire libre, juró, como los pintores impresionistas.
Seguí dividiendo los trozos de masa, los alargué y, finalmente, los deposité sobre la charola que metí en el horno. Cuando el pan estuvo cocido, lo retiré del fuego, pensando en algunos corredores de aquella inolvidable carrera de resistencia, a quienes les había parecido que se internaban en un fogón del tamaño de Tullerías, mientras sus piernas rebotaban sobre las piedras y la tierra maciza de la ruta proveniente de Versalles, aquella por donde “las probabilidades” indicaban que debía correrse la prueba.
Volví a asearme y cerré el local. Pasé por el bar de la esquina y entré a tomar un vaso de vino. Al ver esa galería de personajes salidos de un circo húngaro, volvieron a mi cabeza los reclamos de algunos competidores que acusaron a Michel de haber tomado atajos al salir de Versalles. “¡Theato corrió como un mago por las calles de París!”, concluyó uno de los parroquianos concurrencia del bar.
No podía creerlo, había pasado más de una década, y muchos de los que alguna vez admiraron y animaron a Michel mientras trotaba hacia la meta aún estaban en condiciones de alzar sus vasos y beber como aquella tarde en la que celebramos la astucia del mago de la marathón, mi querido sobrino.
Alguien recordó el momento en que los más tiernos rivales de Michel se quedaron flotando en alguna esquina, “mesmerizados” por camelots que, ajenos a la competencia, jugaban con las corrientes eléctricas, verdaderas marionetas del luminoso señor Gignol. Uno de ellos fue el norteamericano Grant, quien iba en la punta cuando los termómetros marcaban 39 grados Celsius. A los escasos espectadores que se mantenían en ambos lados de la ruta, protegiendo sus cabezas con trapos mojados, les pareció que el tipo se había montado sobre una nube de azúcar. Entonces un ciclista distraído se lo quiso llevar de corbata y ambos cayeron a los pies de la gente. Grant logró reincorporarse a la carrera y cruzó la meta en último lugar.
¿Por qué acusar a mi sobrino, un simple panadero metido de jardinero, fiel a su paso certero, alguien cuyo único pecado era saber reconocer las grietas y evitar los malos recovecos alrededor del bosque de Boloña? Volvimos a brindar por el escamoteador que, sin proponérselo, encantó a Newton, el otro norteamericano que podía amenazar el triunfo de Michel el Ratón.
Nadie sabe qué le dijo, pero Newton, quien iba en primer lugar faltando diez kilómetros, de pronto se extravió, es decir, se salió de su mente, en sentido literal. Como poseído, se acercó al birlador y se puso a adivinar en cuál de los tres vasitos estaba la semilla roja. Semejante lapsus le costó perder alguna de las tres medallas en juego y ser relegado al sexto lugar.
Se entenderá que el comité olímpico norteamericano protestara de manera airada y sistemática, no porque de treinta competidores que habían tomado la salida en Versalles apenas siete llegaron a la meta, sino porque todos y cada uno habían sido eliminados “mediante artes de magia”.
Una tercera ronda en el bar fue imperdible, pues, como bien recordó el farmacéutico Latour, hubo algunos rudos que, en efecto, siguieron corriendo hasta que se vieron en un callejón sin salida y, sin saber cómo, terminaron embrollados, pegados a las faldas de las actrices de una compañía de la legua, a varios kilómetros de la ruta establecida.
Su tiempo fue de siete horas y media. El local enteró estalló en un “¡Viva la Francia!”, aunque no recuerdo que mi sobrino hubiese renunciado a regresar un día a las orillas del Mosela. ¿Qué importa a estas alturas? ¡Que viva la Pepa!
Al final, y excepto por un par de obcecados, el francés Émile Champion y el sueco Ernst Fast, quienes ganaron las medallas de plata y bronce, respectivamente, el resto de los feroces corredores que intentaron hacerle sombra a Michel se enredaron con los hilos de las marionetas esparcidas por la calle, luego de que un carromato cargado de esos muñecos perdiera el control de los jamelgos y volcara sin remedio.
La juerga en el bar siguió hasta entrado el amanecer, pues no todos los días el comité olímpico internacional reconoce un error. El triunfo era, finalmente, para el “humilde panadero de la villa de París”, reconocimiento que llegaba más de una década después de que el Ratón del Mosela corriera como un hombre que ha dormido bien y ha podado con esmero el jardín a su cargo, aunque lo creyeran amigo de la masa y el horno. Lo malo fue que no pudimos felicitarlo porque Michel ya no estaba entre nosotros.