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jueves, noviembre 21, 2024

La vida difícil de un candidato a la gubernatura de Puebla (Un caso clínico)

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A la par que Mario Marín arrancaba su campaña a la gubernatura, en 2004, socios, amigos, periodistas y empresarios adictos empezaban a hacer negocios.

Hechos a un lado, varios funcionarios de Melquiades Morales terminaron convertidos en instrumentos de quien se preparaba para llegar a Casa Puebla. El titular de Obras Públicas y el de la SCT eran los más asediados. Todos los días les llegaban tarjetas del candidato pidiéndoles favores. No había límites.

Metido en la nostalgia, el gobernador Morales no paraba de visitar todo el estado. A bordo del helicóptero, acompañado de un pequeño grupo, deslizaba comentarios de asombro. No daba crédito a la ambición marinista.

—Fíjese, licenciado —me confesaba—: cuando yo fui candidato, el gobernador Bartlett no me apoyó gran cosa. Mi equipo y yo nos las vimos negras. De no ser por el Flaco Cañedo no hubiéramos tenido ni para la gasolina.

—Qué diferencia de Marín, don Melquiades. Él y su grupo son insaciables. Ya me imagino cómo será su gobierno.

—¿Qué le digo, licenciado? Es mi compañero de partido y, además, nuestro candidato. Bien decía el maestro Pachón: “Dales alas a las víboras y volarán sobre tu cabeza”… Le voy a contar algo a mi amigo, no al periodista: estoy muy decepcionado y arrepentido de mi decisión.

—Me imagino lo que está viviendo, señor. Tiene el síndrome de Díaz Ordaz.

—¿Cuál es ese síndrome?

—Cuenta en sus memorias que luego de descubrir cómo era su sucesor —Luis Echeverría—, todos los días, al mirarse al espejo, se decía “¡pendejo!, ¡pendejo!”.

—(Risas). Exactamente, licenciado. Así me siento.

La gran relación que Marín tenía con Enrique Doger, candidato a la alcaldía, se nubló al borde de la tormenta. Los desencuentros no tardaron en darse. Marín dio órdenes de no apoyarlo en nada. Doger respondió a esa beligerancia con ironías y cabeza fría. Eso desquició a Marín. Una mañana, entrevistado por Arturo Luna, el candidato a Casa Puebla dijo que, si en sus manos hubiera estado, el abanderado a la alcaldía sería Mario Montero y no Enrique Doger.

Las luces rojas se encendieron. Doger buscó a Melquiades Morales y presentó su renuncia como candidato. El gobernador buscó terciar. Marín repondió que para él era mejor que Doger se hiciera a un lado. Su mentor, Manuel Bartlett, conversó con él y le habló de los riesgos que corría el PRI ante un colapso de esa naturaleza. Marín accedió a sentarse con Doger en el Crowne Plaza. Irritados los dos, se dieron las manos y, en apariencia, limaron asperezas. Por dentro era claro que se detestaban.

Roberto Marín, hermano del candidato, inició una campaña paralela con sus empleados en los medios. Quería ser candidato a diputado federal en algún distrito del interior del estado. Para eso era necesario que lo vieran. Fotos suyas, encabezando mítines, aparecían casi todos los días. Por las tardes, brindaba con los nuevos amigos en sus restaurantes favoritos. No era raro que cerrara el día en algún motel.

En una de esas tertulias surgió la idea de llevar a Mario Marín a España después de que ganara las elecciones.

El periodista Jesús Manuel Hernández se propuso para organizar la gira.

—Yo que soy casi español puedo llevarlo con algunos de mis grandes amigos, macho: Emilio Botín, Amancio Ortega y Lucio Blázquez. También lo puedo

sentar con Felipe —le dijo a El Vale.

—¿Cuál Felipe, camarada?

—Hostia… ¡Felipe González, el ex presidente de Gobierno! Ahora trabaja como asesor de Carlos, pero va muy seguido a España.

—Disculparás la ignorancia, camarada, ¿pero de qué Carlos hablas? ¿Salinas de Gortari?

—De Carlos Slim, mi Vale. Uno de los hombres más ricos del mundo. ¡Joder!

Marín estuvo de acuerdo en la gira, pero ésta se haría para celebrar la victoria en las urnas. También quería ir a Nueva York y a Los Ángeles. Dos amigos suyos le hicieron saber que tenían contratados a algunos “pollitos” para que lo atendieran como Dios manda. La respuesta de Marín los excitó: “No, compañeros, no quiero llevar tortas a la fiesta. Quiero comerme todos los días de las giras puros pollitos europeos y gringos. No sé por qué tengo una fijación por las rubias. Esas cabronas sí me matan”.

Las comilonas en España fueron de antología. Marín llevó una comitiva consigo: Jesús Manuel, Eduardo Macip, Alejandro Fernández, El Vale… Algunos jóvenes estudiantes poblanos en Madrid se sumaron a la gira: Arturo Rueda, Gabriel Guerrero y Víctor Carreto, entre otros. También apareció por ahí el empresario español Joaquín Gómez Garat.

Marín era el centro de atención. Todos querían quedar bien con él. Jesús Manuel competía minuto a minuto para ganar la palabra y pasar como un gachupín ilustrado. Los amigos de Marín no descuidaron detalles: todas las noches, inevitablemente, una rubia diferente lo visitó en la habitación.

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