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viernes, noviembre 22, 2024

Mis 32 años en Puebla (diez gobernadores han pasado desde entonces)

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Yo no mido mi vida con cucharillas de café como T.S. Eliot, mido mi vida por los sexenios que me han tocado vivir en Puebla.

Hace treinta y dos años —los cumpliré este martes 19 de septiembre— me bajé de un camión Estrella Blanca (segunda clase, sin baño, sin ventilación, 4 horas y media de Huauchinango para acá), tomé un taxi pirata, y llegué con todo y maleta a las oficinas de SÍ-FM, a unos pasos de la avenida Juárez, arriba del Súper Fernando (de la 25), donde Fernando Alberto Crisanto —quien me había invitado a ser el productor de Hechos, su noticiero radiofónico— me presentó ante el equipo de reporteros y editores con unas palabras que todavía generan cierto eco en mis oídos: “Mario quemó sus naves y ahora vivirá en Puebla”.

(Hernán Cortés las hundió. Yo, sin cerillos, las quemé).

Puebla para mí era una ciudad en blanco y negro.

La conocí en los años setenta.

Yo era adolescente, y mi Mamá Guillitos —mi abuelita— me pidió que la acompañara a ver a su hermana —mi tía Amparito—, quien vivía con su única hija (creo que era adoptiva): mi tía Uni.

En ese universo, todas eran mis tías.

El recuerdo que tengo de esa Puebla —metida en la zona del Paseo Bravo, con sus horribles baños de vapor— era el de una ciudad deshecha, gris, monstruosa, como un poema de José Emilio Pacheco.

Luego regresé con el paso de los años —no muchos—, y mis papás y yo nos hospedamos en el departamento de mi tío Jorge —ubicado, ufff, en la misma horrible zona.

En consecuencia, Puebla era para mí unos cuantos baños de vapor, una calle sucia que olía a tacos, un edificio verde limón y una botica con olor a ungüento 666.

A esa ciudad viajé hace treinta y dos, pero llegué a otra muy diferente: la Puebla de la avenida Juárez.

Fernando Alberto me presentó a Fernando Canales y a Marco Arturo Mendoza, con quienes nos fuimos a comer al Vaquero Andaluz para celebrar mi llegada.

A nuestra mesa llegó a saludarnos el célebre Sergio Morales, mejor conocido como “El Flaco”, a quien se le cayó un billete de 500 pesos a la hora de saludarnos.

En lugar de decirle “oiga, señor, se le cayó esto”, tapé el billete con mi pie izquierdo.

Y ya que el hoy entrañable Sergio se había ido, lo guardé para el invierno.

(Esta anécdota se la conté, muchos años después, a mi querido Sergio. No me creyó).

Hace treinta y dos años, después del Vaquero Andaluz, me fui a dormir al departamento que me prestó, por la zona de los baños “El Señorial”, mi amada y recordada Lety Ánimas Vargas.

Luego me fui a vivir, brevemente, a una casa que me prestó mi también amada y añorada Enoé González Cabrera.

(Hoy, a ambas, escribió Octavio Paz, sólo las encuentro en sueños: esa borrosa patria de los muertos).

Mis primeros años en Puebla viví como el judío errante: en pensiones buenas y malas.

Viví, por ejemplo, arriba del restaurante de moda en esa época: Silvio Fogel.

Desde mi habitación en la pensión de doña Cuca (qué había sido novia de Enrique Montero Ponce), podía oler los exquisitos bifes que salían de esa parrilla argentina. 

Y cuando, tiempo después, llegaba a ir al restaurante, veía con nostalgia la que había sido mi pensión.

En estos 32 años he sido feliz en Puebla.

Aquí tengo amigos entrañables (muchos), un techo, un jardín, cuatro perros, un gato, conversaciones delirantes (con amigos igualmente delirantes), una cama, un hogar…

Sobre todo: un hogar.

Aquí me casé, tuve a mis hijas, traje a mi padre cuando murió mi madre, sembré dos o tres árboles, escribí poemas, columnas, algunos libros; fundé varios periódicos, me enamoré como un idiota, y todavía persevero en todo esto.

Llegué a Puebla cuando Mariano Piña Olaya estaba a punto de abrirle las puertas del Palacio de Gobierno a Manuel Bartlett.

(Diez gobernadores han pasado desde entonces).

Y en toda esta trama he tenido que ver desde mi pluma, desde una máquina de escribir, desde una computadora, desde un ordenador, desde mi iPad, desde algún micrófono perdido en algún estudio radiofónico, desde mi obsolescencia…

He sido más feliz de lo que tendría que haber sido.

Y a veces he sufrido el embate del poder con los rostros posibles que éste se ha inventado.

No obstante, aunque suene mal —otra vez José Emilio:
daría la vida
por diez restaurantes suyos,
cierta gente,

amigos, amores, librerías,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,

conversaciones delirantes en las mesas,

moteles
—y tres o cuatro borracheras.

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