Cuando en 2019 estalló el escándalo del #MeTooEscritoresMexicanos, con la denuncia hecha el 21 de marzo de ese año por Ana G. González, comunicóloga feminista, se supo que el escritor Herson Barona había golpeado y hasta embarazado a más de 10 mujeres. Y no sólo Herson, muchos otros empezaron a aparecer en los tweets anónimos de quienes se animaron a denunciar. La avalancha colocó algunos nombres de poblanos en la lista de los más denunciados. A la mayoría de los acusados se les señalaba por abusar de las escritoras durante congresos, reuniones, brindis luego de presentaciones de libros. Se les acusaba de ser acosadores, de prometer publicaciones a cambio de acostones, de considerar a las mujeres que escribían un “rebaño” que nunca entendería que ese camino no llevaba a nada más que a despertarse con una cruda monumental en la cama de sábanas percudidas del “Gran Escritor”. Y de ahí, si te vi, ni me acuerdo. Las promesas de cualquier mequetrefe con unas cuantas publicaciones obtenidas mediante palancas o pagos por debajo de la mesa a algún editor flexible se volvían humo. Lo que crecía con cada chica engañada era la furia de las escritoras. Empezaron a estar atentas al acoso, a los borrachos que las sobajaban en las tertulias. Mientras, el “Gran Escritor” seguía creyendo la historia de su talento y su influencia en alumnos y escritoras hambrientas de fama. El farsante aprovechaba las redes sociales para ventilar una narrativa mentirosa en torno de sus logros y conquistas literarias, así como de sus profundos conocimientos en torno al oficio del escritor que no eran más que datos que cualquiera encontraría en la internet sabiéndolos buscar. Si alguna institución educativa lo contaba entre sus docentes, la farsa en las redes se convertía entonces en un name-dropping sin fin: a cada frase, el “Gran Escritor” vomitaba algún nombre de investigador, filósofo, escritor o crítico literarios.
En el mundillo literario abundan esos sujetos. Las escritoras han empezado a alejarse de los farsantes que niegan o minimizan los logros de otros mucho mejores que él, que se escudan en su prestigio inventado y aplican a sus enemigos (mayormente mujeres) sus tácticas de cobarde: negar la existencia, los logros o la historia de quien considera una amenaza.
A diferencia del que abusa sin más de su poder, el farsante medra a la sombra de los deseos de aquellos que considera más débiles o más ingenuos. Usa una máscara de cordialidad y empatía que esconde la inmensa rabia de saberse un fracasado.
Por supuesto, hay farsantes en todos los ámbitos. Gente que presume de viajes que otros les narraron; mujeres que se envanecen de su vestuario de diseñador seleccionado con ojo de experta en los locales de ropa de paca. Por supuesto, han existido farsantes de alta escuela. Como Konrad Kujau, un ratero alemán que se construyó una vida de novela: que había sido oficial de la Volsksarmee, que era autor de varios libros, que le habían dado el doctorado Honoris Causa universidades como la de Miami y la de Tokio. Si alguien creyó en su farsa, se ha de haber preguntado por qué vivió tanto tiempo en el arrabal sobreviviendo de su viejo oficio de ladrón. Sin embargo, fue ahí, en el arrabal, donde forjó su mejor hazaña: anunciar el hallazgo (logro suyo, sin duda) de los diarios de Hitler.
Cuando el periodista del diario Stern, Gerd Heidemann, interesado en comprarle la segunda parte de Mi lucha, de Hitler (que también había falsificado), supo que tenía los diarios, interesó a sus jefes y durante años el periódico Stern fue comprando en secreto dicho material de innegable valor histórico que, por supuesto, manufacturaba Kujau mismo. Los compradores de ese tesoro se cuidaron de que lo avalaran expertos en la obra del iniciador de la Segunda Guerra Mundial. 5 millones de dólares se ganó el autor de los falsos diarios. En 1983 el Stern anunció la existencia de dicho material. El Sunday Times de Inglaterra compró los derechos y el asombro. Pero los múltiples errores de todo tipo presentes en los famosos diarios llevaron a detener la impresión de los libros que habían anunciado con bombo y platillo el Stern y el Sunday Times como de pronta aparición. Por supuesto, tanto Kujau como Heidemann acabaron en la cárcel por unos cuantos años. Al salir, Kujau siguió vendiendo plagios de pinturas famosas y falsificando documentos legales. De hecho, algún autor por ahí pensó que quien imita al imitador tiene 100 años de perdón y escribió un libro: La originalidad de la falsedad, de la autoría (falsa) de Kujau.
Es difícil saber qué mueve a una persona a falsificar su propia existencia a cambio de unos momentos de supuesta gloria. Quizá un pasado problemático, de violencia y abandono de los padres, sea el disparador de los rasgos de personalidad propios de un farsante. También la pérdida de privilegios, la niña rica que de pronto se ve en una situación de pobreza, en escuela pública, vestida con la ropa heredada de las primas y sin dinero siquiera para una torta. Inventarse un fabuloso origen perdido se vuelve una protección, una especie de escudo contra el bullying y las críticas de profesores intolerantes.
En tiempos de medios de información que viralizan anécdotas de manera casi instantánea, resulta casi imposible mantener una farsa como la de Arnaud du Tilh, el famoso Martín Pierre Guerre, un campesino francés que en 1539 se casó con Bertrande de Rols, tuvo con ella un hijo pero en 1548 desapareció al ser acusado de robo. En 1556 un hombre con sus mismos rasgos, estatura y corpulencia llegó a su pueblo y la esposa lo recibió con gran alegría. Pero un tío del verdadero Martín averiguó que su sobrino se había enrolado en el ejército y había perdido una pierna en la batalla de San Quintín, en Flandes. Se lo dijo a la esposa y la pobre mujer, quien había ganado un mejor marido, se vio obligada a denunciarlo. El impostor fue juzgado y condenado a la horca. Esta historia se convirtió en una novela de Alejandro Dumas: Martin Guerre. Su historia se llevó a la pantalla con Gérard Depardieu y Nathalie Baye en una primera versión titulada “El regreso de Martín Guerre” y, años después, se hizo otra versión con los estadounidenses Jodie Foster y Richard Gere: Sommersby. Conclusión: entre el impostor y el farsante no hay mucha diferencia. ¿O no lo cree así, estimado hipócrita lector?