¿Quién no ha oído hablar del “fuego amigo”? Ese que tumba al miembro del mismo ejército, al secuestrado al que los policías defienden, al niño que cae herido en medio de una pelea de hermanos. Es un término militar que siempre denota un error, una perspectiva incorrecta del campo de batalla, incluso una incursión inesperada de elementos del mismo bando durante un ataque. Digamos que es un daño impensado contra un miembro del grupo propio. Por lo general, el fuego amigo deja daños irreparables, quizá más profundos que los causados por el fuego enemigo. Del enemigo se espera que engañe, traicione o que actúe en la sombra. Del amigo o aliado nunca se espera un acto de vileza como el que puede ejecutar un enemigo. Sin embargo, todos los días nos encontramos, sin saberlo, con amigos que nos odian, con compañeros de trabajo que nos envidian o nos guardan rencor por cualquier acción nuestra contraria a su autoestima o, peor aún, a su bolsillo.
En estos días de incertidumbre política y desazón económica, los amigos dejan de ser amigos y se vuelven enemigos cuando se tocan sus intereses o lo que ellos consideran su derecho. Por ejemplo, obtener un ascenso gracias a maniobras politiqueras, contar un chisme sobre la madre de un amigo quien, por supuesto, reaccionaría con furia ante tamaña ofensa inventada. Otro ejemplo de los aciagos tiempos que corren es el de quien presenta una factura a nombre de su esposa o de un familiar sin aclarar la procedencia del documento. Si el jefe o jefa les cae en la maroma, el fuego del infierno es poco para atenuar la ira de quien se llevó un manazo a la hora de intentar quedarse con dinero ajeno. En ese momento surge el traidor, un ejemplar fácil de identificar en los corrillos de oficina, en los baños de la secundaria, en las intrigas entre amigas de toda la vida.
Enfrentarse con traidores es una experiencia inolvidable. El dolor que se experimenta acaba por disolverse en un recuerdo menor, nada que no se convierta en anécdota de sobremesa.
Hay toda una gama de traidores. El que te guarda rencor desde la prepa y cuando puede le suelta un chisme a tu esposa o esposo sobre algo que se rumoreaba de ti en aquellos párvulos ayeres. De esa forma, el traidor se pone la “curita” que cierre la herida de antaño y lo haga sentir valiente y empoderado, mientras nosotros nos quedamos patidifusos frente a ese ente del pasado al que considerábamos amigo y acabó por meter un gusano barrenador en el corazón de quien más nos importa.
Recuerdo una vez que vi a la señora del servicio en casa de mi madre pateando el cesto de la ropa sucia. Me oculté para ver el final de la rabieta, pero tuve que asomarme en el momento en que la empleada se disponía a rasgar una blusa de seda. Al verme hizo como que andaba revisando las prendas. Le quité la blusa y le dije: “Esta prenda es de tintorería”. La doña tenía más de 20 años en ese trabajo. Su carga laboral había disminuido, 3 de mis hermanos mayores ya se habían casado y sólo quedábamos mi hermana, mi abuela y yo. La única diferencia quizá era que mi madre había vuelto al trabajo luego del fallecimiento de mi padre y ahora se ausentaba, se compraba ropa para la oficina, zapatos, adornos. También le había aumentado el sueldo. ¿Entonces? Seguramente la envidia, el dolor escondido en lo más profundo de su pasado de maltratos y miseria resurgía al ver salir de entre las ruinas a una mujer que por fin la había igualado en abandonos y duelos.
Se dice por ahí que el traidor es un odiador profesional. Demasiado “poquita cosa” para enfrentar sus miedos y decepciones, carga el fardo de la envidia y la inquina hacia quien ha alcanzado más, gana más dinero, tiene un novio más guapo o más alto, o ya se casó y ella o él no.
Incapaz de lidiar con sus emociones, se tropieza a cada rato con injurias inventadas y aparentes faltas a la amistad o a la confianza o a cualquier cosa que apele a su baja autoestima y lo haga sufrir. Cuando el compañero o compañera pasan un examen por haber estudiado, cuando el compadre se gana la lotería con el primer boleto que compró en su vida mientras tú llevas décadas jugando al mismo número, sus ganas de lastimar al otro se vuelven insoportables.
Hay por ahí algunos expertos en la conducta de los grupos en ámbitos cerrados (como una oficina o un grupo de investigación o enseñanza), que afirman tajantemente lo impensable: el fuego amigo en la competencia diaria no es tal. Los daños se hacen de manera premeditada, directa. Las armas apuntan a tumbar a la directora de la escuela, o a un secretario, o a un candidato, pero al de casa, no al opositor. Y los confiados maestros, presidentes, compañeros de banca, senadores o jefes de sección no se enteran de que la traición viene de adentro, de las personas cercanas, de aquellas con las cuales han compartido información sensible o hasta secreta y ellas la han usado en su contra.
El Evangelio según san Mateo señala que “El enemigo del hombre serán los de su casa”. Vaya que el apóstol tenía la boca -o la pluma- llena de razón. Pero no podemos vivir desconfiando de la familia, los vecinos o del colega. Tampoco podemos aislarnos, ni provocarlos (sería imposible saber qué les perturba); tampoco podemos enmudecer, reservarnos absolutamente toda la información de nuestra vida. Imposible. Si nos traicionan, nos arrancamos el cuchillo de la espalda y seguimos adelante. Cada vez dolerá menos. La primera vez duele por años; después, la traición se evapora luego de la segunda sesión con el terapeuta. Al final, nos encogemos de hombros y esperamos con la mejor de las actitudes a que la rueda de la vida nos vuelva a colocar en lo alto del risco, a esperar a que el enemigo se adentre en la hondonada.