Los museos pueden ser auténticas cajas de resonancia de los lugares comunes, templos sagrados de lo predecible. Lord Henry los consideraba el refugio predilecto de los vulgares. Tras las telenovelas, son los sitios donde los clichés encuentran su más exquisita sinfonía. Uno de los más manidos es la supuesta vida que adquieren las obras de arte en los ojos de los espectadores.
¿Cuál es el significado de esta frase tan socorrida y cursi? Algunas investigaciones empíricas hoy pueden ayudar a desentrañar esta cuestión, y, desde la filosofía y la ciencia cognitiva, se especula sobre sus resultados.
Tomemos, por ejemplo, esa fascinante investigación ocupada en responder si el color con el que percibimos los objetos está influenciado por nuestras creencias.
Consideramos el célebre Pimiento No. 30 o el No. 14 del fotógrafo Edward Weston (1886-1958). ¿Acaso lo vemos en un tono de escala de grises? ¿O lo percibimos con matices verdes porque sabemos que representa a un pimiento?
¿O tal vez nuestra mente, siempre inquieta, pinta al pimiento de café o durazno, evocándo escenas pasionales de amantes en efervescentes lances? Algunos experimentos lo sugieren.
Pero, si el color está a merced de nuestras creencias e intereses, ¿tenemos acceso alguna vez a la realidad cruda?
Por más voluptuosa e incitadora que nos parezca, la realidad estaría detrás de una vitrina, desafiando nuestra comprensión, tan inaccesible a nosotros como la estrella de cine de adultos que sólo podemos acariciar mediante el teatro de nuestra mente.
La situación sería todavía más cómica: el mundo sería un cine privado donde se proyecta una película dirigida y producida por nosotros.
Platón trató de lidiar con este escándalo, pero fracasó en resolverlo. Más tarde llegaron Descartes y Kant, y tampoco consiguieron nada. Un ejército de filósofos no ha logrado encontrar una solución.
Hoy en día, los científicos bautizaron a una versión de este problema como “penetración cognitiva”. La “penetración cognitiva” parece una metáfora con tintes patriarcales y machistas. No sobrevivirá la década. Pero su idea central prevalecerá: la mente es como un viejo resabido, insaciable y perverso metiendo las manos bajo los calzones de una realidad dulce, inocente y tontuela.
A diferencia de los casos como la embriaguez o la alucinación, el efecto de “la memoria del color” sugiere qué las propiedades más básicas de la realidad son manipuladas por nosotros.
Nuestro teatro privado nos limitaría a ver más allá de nuestras retinas. Estaríamos sumergidos en una realidad onanista, endogámica y autoindulgente.
Quizá, en ese teatro donde se desdibuja la frontera entre lo ficticio y lo veraz, la locura sea la forma más honesta de enfrentar el día a día. Tal vez, conscientes de la vorágine de las ilusiones, aprendamos a tener perspectivas más enriquecedoras y sofisticadas del mundo. Ese, defienden filósofos como Nelson Goodman, es el papel del arte.