Me entero que Arturo Rueda Sánchez de la Vega está ganando amparos al interior del penal de Tepexi de Rodríguez y que, en consecuencia, está por concluir una estadía que inició el 21 de mayo de 2022.
Lleva hasta hoy casi catorce meses privado de su libertad.
Las publicaciones en Twitter revelan dos cosas: solidaridad con él y furia en su contra.
Hay voces que celebran su inminente salida.
Hay voces que insisten en que siga en prisión.
Twitter se ha convertida en una inmensa cantina llena de ebrios intolerantes que exigen su plato de sangre todos los días.
Ebrios que gritan desde el otro lado de la barra y lanzan puñetazos a quienes tienen más cerca.
La mesura no cabe en una cantina como ésta.
La injuria y el denuesto se han vuelto los panes cotidianos.
Fui amigo de Arturo Rueda durante muchos años.
Lo conocí cuando estaba a punto de irse a España a estudiar un doctorado en Derecho Constitucional en la Universidad Autónoma de Madrid.
Lo conocí por su madre, doña Lupita, quien provocó un encuentro singular en el restaurante Vittorio’s en la Puebla de 2002 o 2003.
Yo estaba al frente de la Dirección Editorial de Intolerancia en ese tiempo y lo invité a escribir una columna que se volvió de lectura imprescindible.
Hallé en su prosa una capacidad de análisis poco vista en estos rumbos.
Con Fernando Manzanilla contribuimos a ensanchar la prosa y la visión analítica de Rueda, y de esas largas conversaciones —con quien entonces era subsecretario de Egresos de la Secretaría de Finanzas— surgió la idea de que hiciera un ejercicio similar al de Jorge G. Castañeda en La Herencia.
Es decir: que Tiempos de Nigromante analizara la sucesión del gobernador Melquiades Morales desde el valor supremo de la inteligencia.
(De esas maravillosas columnas surgió un libro conjunto: Sucesión en Casa Puebla).
Él en Madrid, yo en Puebla, avivamos la amistad.
Y cada vez que venía nos reuníamos para cruzar tramas y piezas de ajedrez.
Siempre reconoceré el gran talento de ese Arturo Rueda con el que inicié proyectos delirantes en la radio y la prensa escrita.
Hubo veces que él y su mamá llegaron a mi mesa familiar para celebrar el fin de año.
Siempre los recibimos con cariño y generosidad.
Al paso de los años, Arturo vivió un proceso natural de egolatría y envanecimiento.
(Un proceso por el que muchos hemos pasado).
Su poder lo volvió jactancioso y temerario.
Yo, metido en un nuevo proyecto periodístico, tuve mis naturales diferencias con él, y disfrutamos debatirlas públicamente.
(Con ningún otro periodista he tenido tantas polémicas como con él).
A través de David Villanueva nos seguimos sentando regularmente.
Pero para entonces ya era otro Rueda, muy distinto del que fue mi amigo entrañable.
Este nuevo Rueda era en parte todo lo contrario de lo que él había combatido.
Y aunque ya casi no nos veíamos, disfrutaba encontrar en su columna los ecos de aquel analista político que me había cautivado en el pasado reciente.
Cuando sobrevino una crisis ligada con Jorge Estefan Chidiac, y empezó a circular cierto video, escribí unas líneas sobre los dos Ruedas.
A mi amigo, le mandé un abrazo cariñoso lleno de admiración.
Al otro Rueda, le manifesté un estupor inédito cuajado de indignación.
Con los años vinieron nuevos desencuentros.
No obstante, ambos, a nuestra manera, perseverábamos en salvar nuestra ya añeja amistad.
La última semana antes de pisar la cárcel, Arturo se me fue encima en su columna y en Twitter.
Hoy que lo analizo, descubro que no me gustó debatir con él con esas pelotas de lodo que nos lanzamos sin pudor.
Estos casi catorce meses he pensado en Arturo en diferentes momentos.
No me gusta nada la suerte del amigo metido en un lugar donde pocas veces se pone el sol.
Y no sólo no me gusta.
Me duele esa estadía tanto por la inteligencia en llamas que lo representa y por la tristeza infinita de doña Lupita, su madre.
Últimamente he hablado largamente con un querido amigo en común, Moisés Villaverde Mier, quien me ha hecho descubrir los misterios de la reflexión bañados por la filosofía, la ciencia política y la literatura.
Hemos hablado de Rueda.
Y mucho.
(También hemos hablado de otro amigo que vive una suerte similar: Eukid Castañón).
Y a mi querido Moi le agradezco que haya sacado de mí algo de lo mejor que todos los sapiens tenemos escondido: humanidad, fraternidad y luces.
Gracias a todo eso es que ahora estoy escribiendo estas líneas.
No me gusta el ambiente tóxico de esa enorme cantina que es Twitter.
No me gustan las voces enconadas que encuentro sobre Arturo.
No le deseo el daño que otros tantos le desean.
Ha llegado el momento, me parece, de olvidar los agravios en aras de que una persona inteligente y madura —que ya obtuvo el perdón del agraviado— salga de esa prisión del alma que son las prisiones en México.
Castigar y vigilar son dos condiciones innatas y crueles del poder.
Foucault ha denunciado como nadie esos abusos del poder en un territorio pantanoso: el ámbito de lo penal.
Nadie merece ser quebrado por dentro ni por fuera.
Disfrutar ese daño nos hace malas personas.
Estas líneas en favor de Arturo Rueda nacen de las reflexiones nacidas a la luz de la fraternidad.
Sé que sobrevendrán ataques en esa cantina herrumbrosa que es Twitter.
No responderé las bolas de lodo.
Sólo contemplaré, en silencio, el espectáculo grotesco de los que exigen a gritos su plato de sangre entre puñaladas y empujones.