Cada vez que puede, y puede mucho, el presidente López Obrador recuerda la sucesión del general Lázaro Cárdenas, aquella en la que en lugar de optar por su compadre Francisco J. Mújica —más a la izquierda que él— eligió al conservador Manuel Ávila Camacho.
Tras relatar el pasaje, el presidente remata, invariablemente, con dos frases que trazan el escenario de su propia sucesión: “A mí no me va a pasar lo mismo. No cometeré el mismo error”.
La verdad es que el general Cárdenas sí quería dejar en la silla presidencial al general Mújica, pero los números no le daban.
Los críticos de éste argumentaban que era demasiado radical, y no lo bajaban de comunista.
En los años del México adecentado de finales de los treinta, esto era demasiado.
Y es que enfrente tenía a otro general, Juan Andreu Almazán, que gozaba de la popularidad y la simpatía del ejército mexicano.
Ante esta situación, Cárdenas sacrificó a Mújica y se decantó por el “Cara de bistec”, como bautizó Maximino Ávila Camacho a su hermano Manuel.
El resultado lo conocemos todos: tras un fraude monumental, el general Cárdenas impuso al también denominado “presidente caballero”.
Esta historia tiene sentido por lo que veremos el 6 de septiembre, día del destape más esperado en muchos años.
Claudia Sheinbaum está más a la izquierda que el propio presidente.
Los asesores y el equipo que la rodean la definen muy bien en el terreno ideológico.
Nada que ver con Marcelo Ebrard, quien está más cargado al centro.
Sheinbaum —la Mújica de esta trama— es dueña de los afectos y la confianza del presidente, no así Ebrard: el Manuel Ávila Camacho de por aquí cerquita.
Las frases con las que López Obrador cierra ese pasaje hay que tenerlas muy en cuenta:
“A mí no me va a pasar lo mismo (que a Cárdenas). No cometeré el mismo error (de nombrar a Ávila Camacho)”.
La oposición carece de un personaje como Andreu Almazán que ponga a dudar al presidente.
No hay tormenta a la vista.
Por eso, la nominación de la Jefa de Gobierno de la Ciudad de México no corre peligro ni generará riesgos electorales.
Ese “a mí no me va a pasar lo mismo” sólo tiene una traducción: es Claudia.
Nadie más.
Y ese “no cometeré el mismo error” cierra el ostión.
El presidente nos engaña con la verdad una y otra vez.
Y es claro que no confía en Ebrard.
Menos aún cuando éste anda desatado desde el primer momento, infringiendo —para los moneros-comisarios de La Jornada— varias reglas estalinistas.
Por ejemplo:
Generar un ambiente turbio, el domingo pasado, en torno de Claudia Sheinbaum; acudir a entrevistas con los medios reaccionarios y enemigos de la 4T; presentarse como el primer lugar en las encuestas a la hora de su registro; ufanarse de que sí es el tiempo de las mujeres —frase recurrente de Sheinbaum— pero que también es el tiempo de los hombres, y enviar a Yeidckol Polevnsky a enrarecer la contienda interna.
“Está sobrado”, dicen los morenistas que reprueban sus acciones.
Y claro que lo está.
Es un hecho que se ha puesto por arriba de los demás aspirantes.
Lo único que falta es que logre que las reglas permitan un debate entre los precandidatos.
Hace unas horas, a través de las redes circuló un video en el que se observa a una Sheinbaum muy enojada reclamándole abiertamente a Alfonso Durazo, presidente del Consejo Nacional de Morena.
(Noroña y Ricardo Monreal fueron dos de los testigos incómodos de ese momento).
La Jefa de Gobierno le dice retadora al gobernador de Sonora, entre otras cosas, que la recibieron a gritos (a la sesión del Consejo, efectuada el domingo) y que ya estaba cansada (de esa situación).
Al final, antes de darle la espalda a Durazo, puntualiza —poniendo el dedo índice de la mano derecha en una mesa—: “¡A donde yo llegue me respetan!”.
La escena es brutal.
Dueña de la situación, Sheinbaum le escupe al titubeante gobernador: “¡Ya estamos!”.
—Ya estamos —repite él conteniendo la vergüenza de haber sido regañado.
Ufff.
¡Qué sucesión, sus Señorías!
