Mi tía abuela Herminia, la tía Mimí, quien era una señorita muy decente de Puebla, me enseñó que nada en este mundo es gratis, a menos de que te aprendas un par de trucos y sepas adivinar cuándo es tiempo de cambiarlos por un lingote de oro.
Ella lo comprendió al observar el acto del pregonero de moda en Nueva York a principios del siglo XX: un merolico de cuerda, animado por poleas, ruedas dentadas, escapes, péndulos, y cuya voz, más bien gangosa, provenía de un fonógrafo oculto en sus entrañas. Todos los días aparecía en la entrada del parque Central, frente a la congestionada glorieta de Colón, y exclamaba:
“¿Quién es el verdadero amateur? ¿Douglas Fairbanks, Mary Pickford, Charlie Chaplin, Clara Bow, Marlene Dietrich? ¡Hagan sus apuestas!”.
Un palero se acercaba al autómata y apostaba por… Jim Thorpe. Otro transeúnte aparecía, y ponía su dólar en favor de… Paavo Nurmi. ¡A nadie le importaban los héroes de celuloide! Charlot, Marlene, ¡bah! ¿Keaton, el cara de palo y cuerpo de hule?, ¡pamplinas! Todos querían mirar de cerca el palpitar de la carne y el crepitar de los huesos, como en el antiguo teatro griego.
Creo que algo similar le pasó a mi tía Mimí, atrapada entre el mundo idílico del amateur y el triturante ámbito del profesional. Como quiera que sea, ella nunca le robó a nadie, es decir, no a sus espaldas, siempre en sus narices, como un perfume ingrávido que se cuela y te embelesa antes de un parpadeo.
Su fechoría consistía en lograr que neoyorquinos de chistera, pipa de cerezo y guantes de piel se inclinaran a realizar obras de caridad (ese era su “hurto” inocente), por lo que me atrevo a decir que ella también padecía del síndrome del Vengador Justiciero, pues luego derramaba esos recursos en la beneficiencia pública, dando de comer y ofreciendo un lugar para dormir a decenas de jodidos.
A propósito, mientras caminábamos por los senderos de aquel parque artificial Mimí recordó las innumerables discusiones escuchadas décadas atrás en ese mismo sitio sobre el caso del indio jodido, Jim Thorpe, quien había despertado las pasiones entre algún sector del público. Quebrado o nuevo rico, aristócrata escurridizo o funcionario en el candelero, todos compartían una decidida simpatía por la bestia piel roja que corría bajo el influjo de la tierra y en busca del cielo.
Algo similar sucedió con el finlandés volador, Paavo Nurmi, quien era idolatrado no solo por tener el ritmo cardiaco más lento, sino también porque poseía la billetera más gorda que cualquier atleta en esos días.
¿Se trataba de simples deportistas aficionados o de sagaces comerciantes?, se preguntó mi tía Mimí, ¿estaban dominados por la codicia del dinero, por la ambición de la fama? ¿O por ambas pasiones? “Tal vez”, respondió ella misma, “aunque yo pienso que lo único que buscaban era alcanzar el éxtasis en plena carrera. De otra manera todo se volvía monótono e insípido, aun en el momento de colgarse la medalla áurea”.
Mimí rememoró aquellos días en que la gente se preguntaba: ¿Merece el mismo trato Thorpe, el hijo de las tribus Fox y Sauk de Oklahoma, que el flemático Nurmi? ¿Son personas o máquinas?
Los jueces no hicieron caso de semejantes nimiedades. El indio fue condenado por haber recibido una módica paga durante algunas temporadas en el beisbol de verano en Carslile, estado de Pennsylvania, cuando era estudiante. El finlandés volador, en cambio, obtuvo buenos dividendos cada vez que demostraba su arte, el cual había fascinado a los espectadores en las Olimpiadas de Amberes en 1920 y de París en 1924.
Nurmi tuvo que “conformarse” con mirar las competencias olímpicas de Los Ángeles en 1932 desde las gradas del estadio, junto a Charles Chaplin, los hermanos Marx y Gary Cooper. La gente cercana a ellos quedaba sorprendida al mirar ese rostro hasta cierto punto bondadoso que exhibía el corredor, cuando en la pista había sido cruel y despiadado, mostrando una voluntad autoritaria acompañada de certeros codazos y un ritmo insostenible para el resto; así lograba someter a cualquier rival.
Se preparó como nunca, a pesar de que llevaba alrededor de 15 años corriendo sin perder, excepto por una ocasión. Aun así, el comité olímpico le prohibió inscribirse en cualquier competencia. Con los años, y debido a su inteligencia, discreción y voluntad de acero pudo convertirse en benefactor de Finlandia.
El genuino amateur en los juegos olímpicos de Los Ángeles fue el británico Bob Tisdall, ganador del oro en la prueba de los 400 metros planos, dijo mi tía Mimí, pues renunció a su empleo (en el que percibía un salario de 150 libras al mes) para dedicarse a entrenar. Nacido en la isla de Ceilán o Sri Lanka, de padres irlandeses, corrió para la nación surasiática que poco antes había conseguido su independencia.
Se mudó entonces a las afueras de Sussex con su esposa, donde cuidaba un huerto y pagaba 20 chelines a la semana por la renta del “cascarón” de un tren abandonado. Resistió las tentaciones, en particular la del fracaso, ya que había aprendido de su padre aquello de que los falsos amigos y las sombras aparecen mientras el sol brilla y la cerveza abunda.
Thorpe, en la pobreza, y Nurmi, bien acomodado, fueron suspendidos y a los dos se les revindicó. En 1983 la familia del norteamericano recibió de vuelta las medallas que él había ganado en la pista, aunque murió creyendo que la maldición racista seguiría persiguiéndolo en la otra vida, desatando en su alma un infierno eterno. Entonces se celebró una ceremonia en el desierto, me ilustró la tía Mimí.
El chamán tenía que encontrar un caballo sin nombre en los alrededores de Carslile. Para ello era necesario dibujar tres grandes círculos concéntricos, cuyo centro debería coincidir con las coordenadas de dicho poblado.
Su objetivo sería colgar las medallas en el cuello del equino, lo cual era preciso hacer a galope, en plena carrera desbocada, pues era evidente que su presa, un caballo sin nombre, no podía ser otro que un potro salvaje. El chamán tardó dos semanas en llevar a cabo su cometido y regresó con la noticia: “Jim ahora reposa tranquilo”.
A la orilla del lago del parque Central fue la última vez que vi a mi tía Mimí, radiante, fuerte.
¿Dónde se encontrará ahora? Dado que somos luz, aún debe de estar viajando a su destino. Me conformo con imaginarla sonriéndole al mal tiempo, a los de pelo rufo y cortado a rape, con ojos pequeños, suaves y tristes como los de un perro, quienes la miran incrédulos, como si la bondad del amateur no contara en este mundo.