La nueva regla de la sucesión presidencial no le da el poder absoluto a uno solo, como era antes.
Lo que propiciará será dividir el poder entre los aspirantes.
Todos ganan, sí, y ninguno gana todo.
Uno será el presidente, pero el poder no será repartido como antes.
López Obrador será el último presidente imperial.
Después de él, el gallinero se democratizará.
AMLO y los anteriores huéspedes de Palacio Nacional pusieron a quienes quisieron en las presidencias de la Cámara de Diputados y el Senado.
(Digamos que sólo hubo un premio de consolación en el tema de la puja por la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México: el de Ricardo Monreal).
Antes de las nuevas reglas de la 4T, todo lo decidió el candidato ganador.
Fox y el Yunque se repartieron posiciones, pero Calderón no compartió el poder con nadie.
O sí: con Genaro García Luna.
Peña Nieto repartió salomónicamente las posiciones entre los diversos grupos priistas.
(Los Gamboa y los Beltrones fueron algunos de los beneficiarios).
Regresemos a la sucesión presidencial que más se parece a ésta: la de Carlos Salinas de Gortari.
Colosio no eligió coordinador de campaña.
Salinas le impuso a un anticlimático Ernesto Zedillo.
Todos conocen los conflictos que hubo entre ambos.
La incertidumbre y los desencuentros fueron el sello de la casa en esa breve campaña.
Salinas también le metió ruido a Colosio al designar a Manuel Camacho Solís (el Marcelo Ebrard de esa época) como comisionado de la Paz en Chiapas.
Más ruido:
Desde Los Pinos se estaba armando el gabinete sin consultarlo con el candidato.
Era más que evidente que Salinas buscaba gobernar más allá de su sexenio.
Tenía todo para hacerlo: un candidato sumiso, un país metido en el Tratado de Libre Comercio, una guerrilla domesticada…
El asesinato de Colosio cambió absolutamente todo.
El presidente perdió las riendas de la sucesión y el país se le descompuso.
Zedillo entró por la puerta de servicio —apoyado por Joseph Marie Córdoba Montoya— y todo lo que sonara a Salinas se volvió objeto de persecución y de parodia.
(Raúl Salinas terminó en la cárcel como parte de esa escalada).
Con López Obrador culminará una etapa: la de la verdadera presidencia imperial, misma que tuvo en el historiador Enrique Krauze un biógrafo necesario e interesado.
Claudia Sheinbaum —virtual candidata hasta hoy— habrá de enfrentar una situación inédita: compartirá el poder con quien ha sido su contendiente más audaz: Marcelo Ebrard (el Manuel Camacho del salinismo).
Si no hay ruptura en el proceso interno —y Ebrard no aplica la Camachiña—, el aún secretario de Relaciones Exteriores podría elegir entre ser presidente de la JUCOPO en San Lázaro o líder absoluto en el Senado.
(Es decir: en un belicoso vicepresidente).
Esa piedra en el zapato para Sheinbaum tendría sus consecuencias.
Ya lo veremos.
Es como si en la sucesión de Miguel de la Madrid éste hubiese hecho repetir en la Secretaría de Gobernación al mismísimo Manuel Bartlett.
Una situación así hubiese cambiado la ruta del sexenio salinista.
(Aunque, más temprano que tarde, Salinas habría descarrilado al hoy director de la Comisión Federal de Electricidad).
En el pasado revolucionario de este país, lo primero que hacían los presidentes era mandar asesinar a sus contendientes más cercanos.
El presidente Cárdenas dejó atrás la época de la horca y el cuchillo, y puso de moda el exilio dorado como una solución más tersa.
La duda mata:
¿Cuánto tiempo compartirían la mesa del poder Sheinbaum y Ebrard?
La respuesta suena ominosa.
Y es que el poder no se comparte.