Por azares del destino, méritos propios y más que evidentes, los poblanos –hoy por hoy- nos hemos consagrado como unos verdaderos hijos de la Tiznada. Tiznadas las calles, tiznadas las frentes, tiznados los carros, los cabellos y las conciencias. Tiznadas las tardes y las madrugadas.
Tiznadas las madres, las tías y las abuelas. Los hombres de pie que van al jale y en “el Ruta” con dirección de incertidumbre. “Pa que su vida jale” como sea, pero hacia adelante. Las amas de casa un poco tristes y demasiado nostálgicas. Las parejas post pandémicas y endémicas de los pasillos turbios del hoy en día. Los estudiantes que no han estudiado a fondo el nervio del volcán y van agachados -celular en mano- comiendo muéganos imaginarios sobre el camino gris y ambiguo que conduce a la complicada realidad.
Eso de abrir el orificio de la boca para engullirse unos tacos árabes por las calles en estos días en que nos va de la tiznada, no es tan recomendable a pesar del carbónico origen de la carne beduina. A estas alturas, ni cemitas, ni pelonas, ni chalupas en puestos callejeros que pueden traer fragmentos o tizones de las fumarolas del Popocatépetl que, de repente, se convirtieron en imponentes explosiones que de la noche a la mañana nos han dejado completamente boquiabiertos. (Si algo nos ha enseñado el Popo es a comprender por qué las cosas se tapan, o por qué, simplemente deben de ser tapadas). Por eso es que los camotes multi-sabores vienen envueltos y en cajitas para llevar a cualquier destino. Lo mismo que los borrachitos de azúcar o las tortitas de Santa Clara.
“No deberás comer tortas de agua en días de abstinencia y menos aún si vienen salpicadas de polvo cósmico. No sacrificarás chivos expiatorios en tiempos de precampaña política para ningún mole de caderas que sólo mienten. No desearás a la mujer ajena dormida en el lecho ceremonial de los ancestros. Santificarás los días que llueva ceniza sobre tus cabellos como si fueran las pequeñas lenguas de fuego del pentecostés”.
Somos los verdaderos hijos de la tiznada. La tiznada que tizna, mancha y que, en exceso, hace daño. Pero que también limpia, lustra, purifica y desinflama. Somos unos hijos de la tiznada. Descendientes de las grandes bolas de fuego que chocan en el inframundo. Fragmentos de brazas volcánicas encendidas, escupidas y esculpidas por el dios Vulcano. Detestables, perdidas y nefastas chispas de Hefesto. Renegados y distraídos usuarios de cubre bocas y mascarillas un tanto inútiles. Hijos putativos e incandescentes de Don Goyo. Entenados nauseabundos bajo las faldas del Iztaccíhuatl. Alcahuetes de la putrefacta y tóxica rutina. Confundidos y huidizos como ratones asustados con las exhalaciones discontinuas de los abscesos del mundo.
Somos los hijos de la Tiznada. Una tierra tiznada por los caprichos geológicos y cronológicos de las absurdas circunstancias.