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sábado, noviembre 23, 2024

Un mantel oloroso a pólvora*

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ESPECIAL CUARTA DE CUATRO ENTREGAS

 

Capítulo 42. Los ojos del deseo

Luego de pasar por el puente colgante que atraviesa la cintura del Necaxa, fueron auxiliados por los lugareños, quienes obligaron a los caballos a cruzar a nado la corriente. Antonio Refugio y sus amigos, que eran unos escuincles, se aventaban a las chorreras del río ayudando a pasar los caballos. Más tarde, la tropa tuvo permiso para descansar y algunos hombres regresaron para tomar un baño.

Cansados por la penosa travesía en los pueblos de la Sierra y perseguidos siempre por el fantasma del enemigo que acechaba en los matorrales, aquellos hombres tuvieron a la vista un espectáculo paradisiaco: en la orilla, sentadas sobre las piedras boludas, varias muchachas se bañaban desnudas mostrando sus pechos morenos a la tropa, mientras una anciana les enjabonaba las trenzas y les echaba agua con una jícara en la mano, ante los ojos lujuriosos del deseo.

 

Capítulo 43. El viejo patriarca de barba blanca

El viejo patriarca de barba blanca, anteojos y sombrero de fieltro avanzó con su caballo y llegó al pueblo. Desmontó bajo la mirada curiosa de la gente que nunca soñó conocer de cerca a un presidente. Patla era entonces una ranchería, un puñado de chozas humildes que reverenciaban a una iglesia arrogante. Los curiosos se arremolinaron alrededor de los hombres cansados; los niños miraban los botones del uniforme del hombre de la barba y se reían de sus lentes ovalados.

Dos muchachas con enaguas blancas se acercaron, tímidas, al grupo. Algo dijeron a los hombres porque éstos asintieron con un movimiento de cabeza y las siguieron por las calles pedregosas, mientras un bochorno tropical se apoderaba de los cuerpos.

 

Capítulo 44. Un mantel oloroso a pólvora

Dijo mi prima que, ya sentados en su mesa, se esmeraba en servirles un vaporoso caldo de gallina y unas tortillas hechas a mano. Luego llegaron a la mesa limones rebanados, cebolla picada y un puñado de chiles verdes. Nerviosa, caminando de un lado para el otro, Tita les contó que era viuda y que, para mantenerse, se dedicaba a la costura, trabajando con una máquina Singer traída desde México.

Me dijo que todos escuchaban y comían saboreándose el caldo; sólo uno de ellos, que usaba lentes, vestía saco negro, había llegado tarde a la comida y no quiso sentarse, la miraba interesado y eso la hizo sonrojarse. De pronto, un comensal dijo discretamente:

—¡Este mantel huele a pólvora!

Modestita, de inmediato, contestó categórica:

—En esta época, que es más difícil para las mujeres, en el baúl también guardamos las pistolas.

Entonces, una carcajada espontánea vino a tranquilizar el ambiente que se había tensado en algunas quijadas. Se veía que venían cansados y temerosos en la huida. Cuando terminaron de comer, los hombres agradecieron la hospitalidad de los dueños de la casa y les desearon parabienes. El último en salir fue don Luis, el hombre de los lentes, quien retuvo un momento entre sus manos la mano de mi prima:

—Es una lástima que tengamos que partir, señora.

—Se van porque quieren, señor, pero aquí se podrían quedar toda la vida.

Luis Cabrera sintió el comentario como una premonición. Contaba mi prima que el presidente se sentía confiado porque después de muchas desventuras, en Patla sólo había hallado atenciones de toda la gente, así que prefirió descansar un rato y le dijo al general Mariel, quien estaba acompañado del coronel Lechuga:

—Quiero dormir la siesta. Por favor, hábleme en una hora y que los hombres estén listos para partir.

Solícitas, las mujeres ofrecieron una cama al hombre de la barba.

—¿Por qué no se queda a dormir aquí, señor presidente? —dijo Tita.

—Porque estoy esperando noticias de Villa Juárez —dijo sin girar a mirarla—. Y usted, Mariel, adelántese con unos hombres, a ver si puede ponerse en contacto con Lindoro Hernández o con Valderrábano.

—Yo creo que el lugar más seguro para descansar es Tlaxcalantongo, señor —intervino, nervioso, Mariel—. Ahí dormirán seguros y encontrarán pastura para los caballos.

—Eso ya lo veremos. Por el momento cumplan con mis indicaciones.

Carranza, visiblemente recuperado y de buen humor, se despidió de mano de las criadas y de los dueños de la casa, a quienes regaló una moneda de oro. Cuando estaba sentado poniéndose las polainas, mi sobrina Godeleva y sus amigas se le acercaron para pedirle una moneda, buscó en sus bolsas pero ya no tenía, luego pidió una víbora a un tal Secundino y, vaciando el contenido en una mesa, les obsequió una moneda por cabeza a toda la chiquillada.

Para retirarse, como premio al hombre que le había cuidado su cabalgadura, el presidente le extendió un salvoconducto de su puño y letra a Faustino Macín, quien guardó el documento como si fuera un tesoro. Luego, mientras Secundino sujetaba las riendas, se subió a los muros de la fuente para poder montar a su caballo, un imponente animal blanco que le habían regalado en Tlapacoya y que resoplaba nervioso ante tanta gente.

Así se fueron de Patla. Alguna gente todavía no lo creía.

 

Capítulo 45. Al encuentro con el destino

Más ligeros, los caballos iniciaron el ascenso por un camino acechado de barrancas profundas de espesa vegetación. Hombres y bestias parecían criaturas mitológicas que emergían de la neblina y avanzaban para llegar a La Unión, una ranchería de Zihuateutla, del departamento de Xicotepec.

Cuentan que en el trayecto, como si fuera mal agüero, una víbora voladora se descolgó de un chalahuite asustando al caballo del patriarca y una mula cargada con monedas se desbarrancó sin que pudieran auxiliarla. En ese tramo se incorporó a la columna el general Rodolfo Herrero, quien saludó brevemente a Luis Cabrera, puesto que eran paisanos; se presentó con Mariel, luego se puso a las órdenes del presidente con actitud zalamera: “Vengo a ofrecerle mi apoyo y a proteger su paso por esta región —le dijo—, por usted estoy dispuesto a dar mi vida”.

Así, la columna avanzaba lentamente, guiada por un presidente que andaba arrastrando la cobija de la desesperanza; por mi compadre, que se decía amo y señor de la región, y que continuamente se ofrecía a ser el puente para llegar a la tierra prometida. Carranza iba a Tlaxcalantongo al encuentro de su destino.

 

TLAXCALANTONGO, LA TRAMPA PERFECTA

Capítulo 54. Si lo matamos, te nombran secretario de Guerra

Horas antes los planes habían fallado, la venganza no pudo consumarse; la oportuna intervención de César Lechuga impidió que la gente de Hermilo Herrero atacara a la comitiva antes de que llegara a Patla. Se había convenido que cuando los fugitivos trataran de pasar por el afluente del río Necaxa, se haría un ataque directo sobre el contingente carrancista, que en ese momento quedaban sin defensa, pero el coronel Lechuga había impedido el ataque argumentando que un hermano suyo, de nombre Abundio Lechuga, quien era asistente del General Mariel y venía en la comitiva podría ser muerto en caso de una balacera; por eso, con todo su coraje César Lechuga defendió ese argumento, además, se posesionó de la torre de la iglesia y del Juzgado, dos lugares estratégicos en el pueblo, colocando a sus hombres bien armados con órdenes de disparar por la espalda a las fuerzas de Hermilo Herrero si estos trataban de cumplir su amenaza.

Ni el enojo del hermano del general Herrero, ni sus amenazas, hicieron desistir a César Lechuga, por eso, los planes se habían venido abajo. Hermilo Herrero y su camarilla se retiraron a Chicontla esperando una nueva oportunidad para atacar a los carrancistas, quitarles el dinero y hacerse ricos, pues les habían dicho que la comitiva llevaba en su poder el tesoro de la nación.

Ahora se presentaba el momento oportuno para atacar. Carranza, confiado, descansaba en un lugar donde no tenía escapatoria, una meseta rodeada de barrancos, con una entrada y una sola salida, la trampa perfecta: Tlaxcalantongo.

Ya se conocía la exacta ubicación del mandatario. Se encontraba en una choza acompañado de sus ayudantes Octavio Amador e Ignacio Suárez, de Manuel Aguirre Berlanga, Mario Méndez y Pedro Gil Farías. Su fiel asistente, Secundino Reyes le acomodó la montura y los sudaderos haciendo un camastro en la esquina de la choza para que pudiera descansar el presidente. Era una choza pobre, de una sola pieza, de unos ocho metros de largo por cuatro de ancho, con techo de zacate y las paredes de tejamanil, servía como juzgado para impartir justicia en el pueblo. La guardia nocturna se ha establecido con las indicaciones que Herrero dio al general Heliodoro Pérez.

En la casa de Marcelino Luna, vecino de Tlaxcalantongo, se hospedaron el general zacatecano Francisco Murguía, Luis Cabrera Lobato, el mayor Francisco Valle y Gerzaín Ugarte. En la casa del señor Mariano Hernández pernoctaron el coronel Paulino Fontes, gerente de los Ferrocarriles Nacionales, el coronel “Ché” Gómez, Armando Z. Ostos y Adolfo León Osorio. En otra casa, separada por unos cuantos metros, se acomodaron los generales Juan Barragán, Federico Montes y Marciano González. Se distribuyeron en otros jacales, dispersos en el poblado, los generales Francisco L. Urquizo, Pilar R. Sánchez y Heliodoro Pérez. El frustrado candidato civilista Ignacio Bonillas buscó alojamiento en una casa al extremo del pueblo, donde recibió atenciones de la señora Ángeles López.

En La Unión, Zihuateutla, volvieron a ganar la plática Hermilo Herrero y Abelardo Lima.

—Cómo ves, coronel, yo digo que de una vez los venadeamos…

—Tienes razón, Lalo. Vamos a hablar otra vez con mi hermano —contestó Hermilo aventando la botella—. Vamos a convencerlo; hasta aquí llegó el Barbas de chivo. Ya estuvo bueno. Nadien nos va a echar a perder esta fiesta.

Decididos, se levantaron dirigiéndose a la casa. Antes de entrar se les unió Ernesto Herrero, quien había llegado a Patla un día antes portando un mensaje urgente enviado por Obregón con la consigna de detener el avance del presidente; lo había entregado a Hermilo Herrero, con quien tenía lazos familiares, y logró persuadirlo de sumarse a los militares que se sublevaron con el Plan de Agua Prieta. Hermilo quería cumplir la orden de atacar al presidente pensando en la recompensa, Rodolfo se oponía argumentando que había dado su palabra de resguardar la vida del mandatario.

—Si lo matamos, a ti te nombran secretario de Guerra; a mí déjame el dinero que traigan, con eso me conformo —le había dicho a su hermano sin poder convencerlo.

En la noche sólo se oía el tin tin de las espuelas arrastrándose por el piso de piedras, compitiendo con el silabario de la lluvia.

 

Capítulo 55. El frío de la tragedia

Lorenzo Villalobos y Juan Calixto sintieron en los huesos el frío de la tragedia. Algunos hombres, abatidos, se congregaban frente a una de las chozas en el centro del poblado. Estaba amaneciendo, todo era confusión, todo era correr de hombres armados, se confundían los gritos y las órdenes.

—¡Mataron a la Suprema Autoridad! —les dijo uno de los vecinos—, ¡al mero mero presidente!

Lorenzo no supo qué contestar. Él era presidente auxiliar de Tlaxcalantongo y estaba vivo, tenía mucho miedo, pero estaba vivo. Miró a su compadre; Juan Calixto tampoco pudo responder, entonces un muchacho de quince años los empujó al barranco del temor:

—¡Mataron al presidente de México, al viejito ese que llegó anoche aquí! —exclamó Camerino Escamilla estrujando su sombrero—. En la madrugada se soltó la balacera, se oyeron muchos gritos y me dio mucho miedo.

Los dos hombres se miraron alarmados. Los habían mandado traer con dos soldados por órdenes de los militares, pero no sabían hasta donde podía alcanzar su responsabilidad. La muerte de un personaje no ocurre todos los días en la sierra; Lorenzo sintió ganas de vomitar y la boca se le amargó como si hubiera probado malvarón…

—Y ora, ¿qué hacemos, tú? —le dijo temeroso a su compadre.

—Pos sabe, pero más nos vale no decir lo que escuchamos anoche…

Y en realidad no sabían mucho. Pero la noche antes de que llegaran las tropas de Carranza a Tlaxcalantongo, los seguidores de Rodolfo Herrero habían corrido la voz de que ahí se libraría una batalla contra las fuerzas enemigas, por tanto les pidieron a los pobladores que desalojaran sus casas y huyeran al monte. Lorenzo Villalobos no quiso abandonar la suya pues tenía enfermo de paperas a uno de sus hijos, que se revolcaba en calenturas. Así pudo mirar cómo llegó la tropa carrancista fustigada por una llovizna parejita y, entre sueños, la madrugada del 21 de mayo escuchó disparos aislados y gritos de “¡Viva Peláez!” y “¡Muera Carranza!”, pero no sabía más. Y esa mañana, ante tantos militares, el miedo lo hacía temblar más que el frío de sus ropas mojadas.

 

Capítulo 56. La mañana fue rota por disparos

En la madrugada del 21 de mayo, como a las cuatro de la mañana, el general Rodolfo Herrero ordenó el ataque; él se quedaría en las orillas del poblado con Miguel Márquez y Leoncio Rivera, Hermilo entraría después de los primeros disparos. Tres columnas se prepararon para el asalto: la primera, al mando del mayor Herminio Márquez Escobedo acompañado de Ernesto Herrero y del capitán Facundo Garrido; la segunda, al mando del capitán Perfecto Medina, y la tercera, mandada por el capitán Alfredo Gutiérrez. La primera columna fue la designada para atacar concretamente la choza donde dormía el presidente Carranza, pues ya se conocía su perfecta ubicación; la segunda iría donde descansaba el general Murguía, pero el ataque debía ser simultáneo y por distintos rumbos del poblado para crear el desconcierto y la confusión.

Al grito de “¡muera Carranza!” se inició el tiroteo y la mañana fue rota por disparos, gritos de angustia y cuerpos que corrían sin rumbo definido. Así, se cumplía la hora fatal, marcada por el destino de un hombre empecinado que se negaba a rendirse…

 

Capítulo 57. Carranza pensó en Zapata

En una noche nutrida de silencios, descansaban los cuerpos pero no los veneros del cerebro. Así, los disparos y los gritos de muerte alertaron el subconsciente de los hombres y pronto hicieron reaccionar a los cuerpos vencidos por el sueño. El rumor fue creciendo como un tropel de búfalos que todo lo destruyen a su paso. Los gritos penetraban las rendijas de las chozas; los tiros avasallaban las paredes de carrizo con su herencia de muerte.

Esa noche, que era una noche serrana con llovizna y relámpagos, los fugitivos se pusieron a temblar, el miedo se aposentó en los corazones más valientes y las ideas corrían despavoridas en la noche negra del cerebro. “¿Quién atacaba en estas horas desoladas? ¿Cómo pelear contra un enemigo que no es visible a los ojos del humano? ¿Acaso la noche nos embiste con sus negros caballos y su arsenal de rayos?”.

Cuando Carranza sintió la quemadura del balazo en la pierna, de manera instintiva pensó en Zapata: lo vio caer de su caballo herido de muerte por las balas traicioneras de Guajardo, lo sintió arrastrarse hacia él y agarrarlo de la pierna herida con la mano ensangrentada… En ese trance de oscuridad, de confusión y de miedo, distinguió el haz de luz de una lámpara que lo afocaba, oyó el reclamo de una voz amarga: “Pinche viejo, aquí me pagas la muerte de todos mis hermanos”. Manoteando entre las monturas Venustiano buscó su pistola, se incorporó sobre su brazo izquierdo y disparó a la sombra que se acercaba amenazante, pero un fogonazo iluminó la estancia y sintió que su cuerpo se aflojaba en una dulce renuncia de sí mismo; por la inercia del golpe en la tetilla soltó el arma; tembloroso, trató de tocarse la herida con la mano izquierda, que se arrastraba como una tarántula maltrecha sobre su pecho sofocado; “perdóname, Jesús, por no haberte salvado de la muerte”, con los dedos, todavía sintió su sangre del manantial caliente que le fluía implacable; “la patria que tú creaste sabremos conservarla independiente”, la catedral del aire se alejaba, no podía respirar; “la historia de la revolución es una historia de traiciones”, quiso gritarle a Secundino para que lo ayudara, pero un derrumbe de piedras y de lodo le obstruyó la garganta; “Julia sigue enferma”; la catedral se derrumbaba, volaban pájaros de fuego; “tengo frío”, entonces recordó la mirada penetrante de Juárez (qbsm: “Quien Besa Su Mano”); pensó en Maximiliano, en sus ojos azules, en su efímero imperio y en la tristeza de Carlota; “dónde estás Ernestina con mis hijos”.

El segundo fogonazo le alumbró las pupilas para siempre…

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