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jueves, noviembre 21, 2024

Un mantel oloroso a pólvora*

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ESPECIAL TERCERA DE CUATRO ENTREGAS

 

Capítulo 32. Entre milpas, calabazas y chayotes

Bajaron al río Zempoala, cruzaron el puente; un hombre lleva cargando en su espalda a una mujer enferma: su triste mirada desencanta a los fugitivos. Comienzan a subir, el ascenso era difícil, es la jornada más agotadora que han tenido. La mayoría de los hombres caminan, descansan sus cabalgaduras. Al salir de una curva, una mole de piedra se levantaba imponente. Era una roca inmensa labrada por el tiempo. “Esta es la herencia de la naturaleza”, murmura Carranza jalando su caballo. A lo lejos sonaba el río, la neblina se mezclaba con los cerros.

En la cumbre, dos zopilotes de cabeza roja picoteaban un despojo que parece un tigrillo; desconfiados, dan pequeños saltos en una danza macabra lanzando picotazos, baten sus alas y el aire es cómplice de su vuelo majestuoso. El ruido de un cohetón provoca que una mula se vaya al precipicio. La carga rebota en el despeñadero; aparece una lluvia de monedas pero nadie hace caso, sólo se detienen un momento para presenciar el espectáculo de la cascada de metales voladores.

Llegan a Tlamanca, lugar rodeado de maizales. A la distancia, en un paisaje brumoso, se ve la torre de la iglesia. El patio de una casa yacía sepultado por montones de mazorcas. Pasan de largo, lentamente, pero sin detenerse, con un cansancio que se trasmite en el ruido de los pasos. Se escuchan los graznidos de los tordos.

Carranza ordena liquidar los destrozos que iban haciendo los caballos por las milpas. El dueño del terreno se niega a aceptar tanto dinero; ya le habían dicho que la orden había sido dada por el presidente Carranza y, en un acto de solidaridad, sólo acepta la mitad de los billetes que le ofrecen.

El ambiente se hizo cálido. La higuerilla ostentaba sus sombrillas entre guayabos, carrizos y naranjos. Atrás dejaban el reino de los oyameles. En un riachuelo tomaron agua los caballos. Oían el canto de papanes y el ronroneo de las palomas. Al fondo se dibujaba un cerro que parecía una silla de montar, mientras la neblina seguía conquistando las cañadas.

Cae la tarde. Sembrado en la colina, entre milpas, calabazas y chayotes, se distingue el armazón de un pueblo: es Tepango. Ya llegan a sus calles terregosas; el clap, clap que producían las pisadas de las bestias se confundía con el clo, clo de los guajolotes peleoneros.

Los niños miraban boquiabiertos cómo los caballos, vigorosos, subían de dos en dos los escalones de piedra para llegar a la presidencia municipal.

Carranza se hospeda en casa de Aurelio Serafín. Se desabotona la guerrera con parsimonia, la deja en una silla, se descalza las botas, suelta un suspiro prolongado y acomoda su cuerpo de cocodrilo acorazado en la cama discreta. Descansa un momento de la larga jornada. Toma sus lentes, el diario y el lapicero, se dispone a escribir: “Salimos de Cuautempan a la 1.20 de la tarde y llegamos a Tepango oscureciendo”. Se quita los lentes, los deja en el buró de madera, frota sus ojos con un ademán de cansancio. En esos momentos de silencio recuerda que en uno de los soportes de la cama de latón de su hija Virginia, en la casona de la Colonia Roma, escondió el escrito original del Plan de Guadalupe. “Ojalá que lo pueda recuperar”, dice mientras empieza a murmurar, de memoria, algunos fragmentos del Plan que lo llevó a la gloria:

Primero. Se desconoce al General Victoriano Huerta como Presidente de la República. Segundo. Se desconoce también a los Poderes Legislativo y Judicial de la Federación. Tercero. Se desconoce a los gobiernos de los estados que aún reconozcan a los poderes Federales que forman la actual administración. Cuarto. Para la organización del ejército encargado de hacer cumplir nuestros propósitos, nombramos como primer jefe del Ejército, que se denominará Constitucionalista, al ciudadano Venustiano Carranza, gobernador del estado de Coahuila…

 

Capítulo 33. “Don Venustiano Carranza/ reclama una causa justa…”

Dos de sus generales descansan en la misma casa que el presidente, los demás se dispersan. Junto con Luis Cabrera, los miembros del Estado Mayor Presidencial se hospedan en casa del señor Ignacio Galindo. Alguien, en el grupo alrededor de una fogata, pulsa una guitarra y se oyen los primeros versos de La Valentina. La tropa está animada parece que se alejan del peligro.

En las calles se esparce el olor de la carne y del café caliente. Entonces, una tonada llama la atención del presidente fugitivo:

Don Venustiano Carranza,
Gobernador de Coahuila,
Por defender a la patria
Pone en peligro su vida.
Ese estado de Coahuila
Dicen que le pertenece
Se levantó a defenderlo
En mil novecientos trece.

Se queda quieto, aguza el oído y escucha un corrido que le habían dedicado a sus andanzas un autor poblano de apellido Vallejo, quien se lo cantó personalmente, en 1914, cuando visitó al general Francisco Coss, en el Palacio de Gobierno de Puebla.

Don Venustiano Carranza
Reclama una causa justa,
Y como no tiene miedo
Por eso nadie lo asusta.

El corrido lo llevó de la mano de los recuerdos al inicio de la lucha contra Huerta en 1913. Siempre lo repetía: desde esa fecha tenía la vida prestada. ¿Cuántos años habían pasado desde ese entonces? ¿A dónde lo había llevado la lucha revolucionaria?

Ahora sí el señor Carranza
Hasta aquí puso una raya
Para que no corra más sangre
En los campos de batalla.

De ustedes yo me despido
Y en Dios pongo mi esperanza.
Viva Francisco I. Madero
Y Venustiano Carranza.

 

Capítulo 34. Llega a Amixtlán el presidente Carranza

Es hora de partir de Tepango. Un sol tímido sorprende a los hombres que alistan sus monturas. Hacia el oriente se halla la tierra prometida, hacia allá se encaminan con la esperanza y las riendas tomadas de la mano. Ignacio Galindo todavía intenta cambiar el rumbo de la comitiva, se acerca al presidente, toma las riendas de su caballo y le dice:

—Señor, yo podría llevarlo por el rumbo de Huehuetla, de ahí salir para Zozocolco, Coxquihui y, luego, usted podría llegar al puerto de Veracruz. Esa es una ruta muy segura.

—Lo siento, amigo, le agradezco su intención, pero ya envié la avanzada para el rumbo de Tlapacoya y debo seguirlos. Además, el general Mariel tiene algunos aliados por esos pueblos. Le agradezco su preocupación.

En un gesto de bondad, el presidente le regala un fuete a su interlocutor; sobre la piel del fuete brillan las iniciales vc de Venustiano Carranza.

Después de cruzar el río San Pedro, llega a Amixtlán la comitiva. Algunas casas de madera se alzan en ambos lados del camino; lo demás es barranca.

—Para hacerse del cuerpo hay que amarrarse a un árbol —comenta uno de tropa a manera de sorna.

La iglesia se asoma, de espaldas, sobre una colina. Varios hombres trabajan en los pilares de lo que será su mercado. Carranza se detiene un poco. “Échenle ganas, señores”, les dice. “Aquí les dejo algo para que terminen pronto”. Entonces le entrega al presidente municipal, Mariano Vázquez, una cantidad de dinero para la construcción de la obra. Los hombres reciben el dinero, pero no demuestran entusiasmo; en desquite, el “Varón de Cuatro Ciénegas” pica los ijares de su cabalgadura.

Tres tipos juegan a las cartas sobre un banco de carnicería, miran con desgano a esos hombres extraños que montan en caballos cansados. Los sujetos siguen jugando su baraja; de vez en cuando se espantan una mosca con un golpe de mano. Pasan los caminantes, avanzan los caballos, las herraduras resuenan sobre el suelo empedrado.

Cecina fresca pende como ropa lavada de un bambú seco. En un local de la presidencia toma clases de Aritmética un grupo de alumnos; semanas antes una tormenta de agua y viento provocó el derrumbe de una de las paredes de la escuela primaria. Algunos descalzos; otros, mal vestidos, reciben al presidente con banderitas en las manos. Carranza promete a la profesora Concepción Salazar Medina que en cuanto llegue a México le enviará un apoyo económico para la reconstrucción de la escuela. Los niños vitorean al presidente. Quedan muchos testigos de la promesa del mandatario. Pero siguen adelante, no quieren perder más tiempo.

Hacen un alto. Don Luis Cabrera se apresura a presentar a un hombre alto y fornido que en ese momento rajaba leña con un hacha frente a su casa. “Don Venustiano, le presento al señor Eliseo Salazar, un amigo de la sierra”. El hombre deja el hacha, tiende su mano vigorosa y los invita a pasar.

Aprovechando el descanso, Carranza pregunta dónde está el sanitario, el dueño le señala una letrina que se encuentra en el patio; cruza el mandatario entre puercos, pollos, gallinas y guajolotes. Para evitar el mal olor del excusado, Carranza enciende un cigarrillo que no fuma; busca papel para limpiarse, saca algunos documentos de su camisola. Abajo de él, unos puercos se acercan disputándose la mierda, luego sale silbando una canción.

Más tarde, cuando la caballería se ha retirado, una peoncita encuentra unos billetes de dos pesos en el excusado y se los muestra a su patrón, quien asombrado suelta una exclamación: “¡Qué cabrón! ¡Miren con qué se limpió el culo!”.

Apuntes de Luis
Cabrera Lobato
Llega a Amixtlán el presidente
Carranza con sus acompañantes, no parándose más que por
unos cuantos minutos cerca de
la salida, por la casa del señor
Eliseo Salazar, donde tomamos algún descanso para proveernos de comestibles; otros
aprovechan para tomar algún
alimento.

Saliendo del pueblo los despide una andanada de rocas que espanta a los caballos; y que fueron arrojadas para causar daño y desánimo a los carrancistas. Con fuertes gritos los agresores se esconden en las faldas del cerro; les informan que son del mismo pueblo, pero del grupo contrario a los constitucionalistas.

Una hora después que los peregrinos se han marchado de Amixtlán, llega un correo con un sobre cerrado y una leyenda escrita: “Pena de muerte al que lo abra si no es el destinatario”. El remitente era el teniente coronel Gabriel Barrios; nadie supo cuál era el misterioso contenido del sobre. La comitiva avanza, desconfiada; el único que los acompaña es José María “Chema” Pérez, vecino de Amixtlán, le han prometido un máuser y algunas monedas para que los lleve a Tlapacoya.

Como una culebra escurridiza desciende la vereda a San Felipe Tepatlán. Negando su luz y su calor, se oculta el sol. Los peregrinos escuchan el ronroneo de gatos dormitando del río Ajajalpan.

 

Capítulo 35. Los diputados invocaron el espíritu… Mientras tanto, ese mismo día, San Miguel Tenango fue declarado sede de los Poderes del Estado por el gobernador don Alfonso Cabrera Lobato, quien había salido huyendo de las fuerzas revolucionarias que amenazaban Puebla. En ese lugar, cercano a Zacatlán, los diputados del Congreso armaron gran escándalo, pues teniendo conocimiento de que el coronel Gabriel Barrios se había adherido a la revolución, por el puro despecho y un tanto alcoholizados, los legisladores empezaron a gritar “¡vivas!” a Carranza y “¡mueras!” a Obregón, al que consideraban un traidor. Al enterarse Barrios del escándalo, mandó desarmar a todos y a recoger las ametralladoras que estaban en los puntos de defensa del poblado para prevenir un gran disgusto. Y si no encarceló a los rijosos, fue por el respeto que le tenía al gobernador, hermano de Luis Cabrera, quien tanto lo había ayudado a mantener su famosa Brigada Serrana.

Pero en la noche, en una sesión espiritista donde los diputados invocaron el espíritu de Jesús Carranza sobre cuál sería la suerte de su hermano, el espíritu dijo que el presidente Carranza correría la misma suerte que el presidente Madero: moriría traicionado por sus aliados.

 

Capítulo 36. Le obsequió un caballo al mandatario

Luego de cruzar el río Ajajalpan y subir una pendiente, habían llegado a Tlapacoya. El caserío se escondía entre los árboles. Visiblemente sorprendido, Teódulo Herrero recibió a la comitiva en su casa, en el centro del pueblo. Brindó atenciones al hombre de la barba. ¿Qué ofrecerle, en un pueblo modesto, al señor presidente?

Omar, hijo de Teódulo, se ofreció para pasear el caballo de Carranza. Ernestina Melchor corrió a abrazar al viejo que, emocionado, le regaló cuatro pesetitas a la niña cuando se sentaron en las sillas del comedor.

Alimentos humildes fueron ofrecidos al viajero; la calidez de los serranos se mostraba en esta gente que se sentía honrada con la presencia de los visitantes.

Durante la comida, don Teódulo se enteró que uno de los animales del presidente se había enfermado, entonces mandó traer su mejor caballo y se lo obsequió; Carranza, a quien habían informado que su anfitrión era familiar del general Rodolfo Herrero le regaló, a cambio, un caballo pura sangre de los que habían dejado los cadetes.

—Señor, no creo merecer esta distinción.

—Sí, amigo, usted se merece todo.

Una niña se acercó corriendo:

—¡Papá, papá, yo quiero montarme!

—No, Ana María, este caballo es un regalo del señor presidente.

—Móntela usted, esta será una experiencia que no olvidará jamás.

La pequeña se comportó como una diestra amazona.

En la plaza, Próspero González y su hijo Daniel herraron los caballos. Don Vicente Ortega, comerciante, espía y vendedor de panela, salió del pueblo furtivamente y encaminó sus pasos a Chicontla; su objetivo era informar del movimiento de los carrancistas al general Rodolfo Herrero.

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