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sábado, noviembre 23, 2024

Ver la música y saborear las palabras: sinestesia, creatividad y lenguaje

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MARIO DE LA PIEDRA WALTER*  

¡Sí, es azul! ¡Tiene que ser azul!

Un coagulado azul de lontananza

José Gorostiza

Fuera del teatro de Weimar cae la nieve apresurada por llegar puntual a la cita. Es febrero de 1854 y por dentro la sala está abarrotada. Corre el rumor de que el compositor y virtuoso del piano, Franz Liszt, presentará una nueva obra. Algunos comparan al músico húngaro con el endemoniado de Paganini, solo que Liszt parece tener un pacto con el bando de arriba.  

Hasta entonces, la música clásica era cosa de la aristocracia, un gusto para los privilegiados, pero su talento y su excentricidad lo han catapultado como un icono popular en todos los rincones de Europa. El público no viene a escuchar a la orquesta de Weimar, viene a ver a Liszt dirigirla. Con el cabello inusualmente largo y una vestimenta extravagante, el director comienza a marcar el tiempo con movimientos amplios que asemejan relámpagos y que sus músicos transforman en melodía.  

En cuestión de segundos, los asistentes se sumergen en una obra sin precedentes. Lleva el nombre de Les Préludes, el primer poema sinfónico de la historia. Está inspirado por un poema del francés Alphonse de Lamartine, y en el prefacio de la partitura se puede leer: “¿Qué otra cosa es la vida, sino una serie de preludios a esa canción desconocida, cuya primera y solemne nota es tocada por la Muerte? El amor es la aurora encantada de toda la vida; pero, ¿qué destino hay cuyas primeras delicias de felicidad no sean interrumpidas por alguna tormenta?”.1 

En medio del primer movimiento un estruendo distrae tanto al público como a los intérpretes. No se trata de una nota fuera de lugar ni de una cuerda que se ha roto, es el mismo director gritándole a su orquesta: “¡Dadme más azul! Por favor, ¡no vayan hacia lo rosado!”.2  

Franz Liszt poseía una cualidad singular: podía visualizar la música. Una condición conocida como sinestesia, en la que la estimulación de un sentido produce una experiencia en un sentido distinto. En su caso, Liszt era un sinestésico auditivo-visual (cromoestesia), alguien que asociaba colores a ciertos sonidos.  

Se trata de una de las más de 60 variedades de sinestesia, que incluyen percibir sabores al escuchar palabras (léxica-gustativa), dotar de personalidades a símbolos como letras y números (personificación), percibir sensaciones físicas al oír sonidos (auditiva-táctil), entre muchas otras.  

Por largo tiempo se creyó que la sinestesia era una circunstancia excepcional, que se presenta en una por cada 100,000 personas. Hoy en día se estima que es una condición relativamente frecuente, siendo la sinestesia grafema-color (que cada letra tenga un color propio) la forma más común, pues afecta a una de cada 100 personas.  

Aunque las estimaciones sobre su prevalencia pueden variar, casi todos los estudios concuerdan en que existe una carga familiar muy importante. Aproximadamente uno de cada tres sinestésicos tienen un familiar directo que presenta esta condición, a tal grado que se ha postulado un modo de herencia dominante ligado al cromosoma X.  

Su alta incidencia entre artistas ha llevado a especular sobre una posible relación entre la sinestesia y la creatividad. Un estudio en 1989 determinó que hasta el 23% de los estudiantes de Bellas Artes presentaba esta condición, mucho más que la población general. El mismo estudio develó un mayor desempeño de parte del grupo de alumnos sinestésicos en medidas de creatividad en comparación con el grupo control.3   

Entre la larga lista de aristas sinestésicos se encuentran: Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, Alexander Scrabian, Vladimir Nabokov y David Hockney.4 Aunque sin duda el caso más conocido es el del pintor ruso Wassily Kandinsky cuyos cuadros llevan nombres como Composiciones, Improvisaciones e Impresiones, y que aspiran –en términos musicales– a un ciclo de Sinfonías. 5  

¿Cómo es posible que los estímulos en una modalidad activen otra completamente distinta? La respuesta puede estar en la arquitectura de nuestro cerebro, más en específico, en su “cableado”. Al nacer, nuestro cerebro contiene alrededor de un trillón de conexiones llamadas sinapsis (diez veces más que el número de links en internet). Sin embargo, al llegar a la edad adulta el número decrece hasta 300,000 billones.6 Esto se debe a que, durante la niñez y la adolescencia, las conexiones entre las neuronas se seleccionan para crear una comunicación más eficiente. En un proceso conocido como pruning (podar, en inglés), las sinapsis que no son utilizadas regularmente se eliminan.  

De esta forma, las sinapsis más activas se fortalecen mientras que las menos activas se debilitan hasta desecharse.7 Un pruning deficiente provocaría un estado de “hiperconectividad” cerebral, es decir, de activación cruzada entre distintas áreas del cerebro. Por consiguiente, un estímulo que active neuronas auditivas podrá activar también neuronas visuales y causar una sinestesia. Si definimos a la creatividad como la capacidad de generar nuevas ideas o reconocer distintas posibilidades, vincular áreas que en principio parecen inconexas es una buena forma de hacerlo. 

 

La actividad cruzada entre distintos grupos neuronales no es exclusiva de la sinestesia. En realidad, es parte de una capacidad fundamental que se conoce como plasticidad cerebral. El sistema nervioso es capaz de cambiar su estructura y su funcionamiento a lo largo de toda la vida, permitiéndole adaptarse a nuevas circunstancias – base del aprendizaje– o sobreponerse a daños. Por ejemplo, está comprobado que en personas ciegas (cuando la ceguera es causada por un daño en la retina o el nervio óptico y no en las áreas de procesamiento visual) el tacto activa la corteza visual. En otras palabras, un ciego “lee” con sus dedos el sistema Braille.  

El neurólogo indio, V.S. Ramachandran, fue de los primeros en teorizar que el lenguaje es un subproducto de nuestra capacidad sinestésica innata.8 Para él, no es coincidencia que el habla cotidiana esté lleno de metáforas. No hay que ser un poeta decir que alguien tiene una voz cálida, que fue parte de una conversación amarga o que escuchó un chiste ácido.  

Existe evidencia contundente sobre actividad cruzada entre el giro angular –área del cerebro que integra la información sensorial polimodal y se relaciona con la comprensión del lenguaje– y el lóbulo parietal, temporal y occipital. Una lesión en esta región provoca, entre otras cosas, un pensamiento literal. Es decir, los individuos son incapaces de reconocer metáforas y su comprensión del lenguaje se limita al significado literal de las palabras.  

Otro ejemplo interesante son las metáforas sinestésicas que se relacionan con el sentido del gusto. El bulbo olfatorio posee proyecciones hacia la corteza orbitofrontal que, a su vez, se relaciona con el juicio. En todos los idiomas establecemos juicios morales aludiendo a nuestro paladar (“asqueroso”, “de mal gusto”, “disgusting”, “dégoutant(e), “ekelig”); de hecho, los mamíferos más sociales se comunican a través del gusto y el olfato.  

Incluso la vocalización del lenguaje podría estar mediada por una sinestesia innata. La actividad cruzada entre la corteza visual, la corteza auditiva y el área motora provocaría representaciones fonemáticas –no arbitrarias– de los objetos a nuestro alrededor. Un claro ejemplo es el efecto Kiki/Bouba, documentado por Wolfgang Köhler en 1929.  

Imaginemos que nos encontramos en otro planeta donde una de las siguientes figuras se llama “Bouba” –en lengua alienígena–, mientras que la otra se llama “Kiki”. ¿Cuál nombre le corresponde a cada una?  

Sin importar la edad, el grado académico o el idioma, más del 95% de las personas eligen “Kiki” para la figura de la izquierda y “Bouba” para la derecha. Esto se debe a que los cambios agudos en la dirección visual de las líneas en la figura izquierda imitan las inflexiones fonemáticas un tanto afiladas del sonido “kiki”, mientras que la forma redonda de la figura derecha imita los movimientos amplios necesarios para producir el sonido “bouba”.  

Esto, que parece evidente, tiene consecuencias muy profundas: Nuestro lenguaje está limitado por las formas en que los sonidos están impresos sobre los objetos. La vocalización está físicamente ligada a los objetos y eventos que refiere. Las palabras que aluden a lo pequeño regularmente involucran un movimiento de labios angosto y cuerdas vocales estrechas (“chico”, “diminuto”, “little”, “petite”, “klein”), mientras que lo opuesto es cierto para palabras que denotan vastedad (“grande”, “enorme”, “big”, “gross”).  

Si bien no puede afirmarse que el lenguaje moderno provenga de un origen sinestésico, es posible que estos mecanismos impulsaran el surgimiento de un proto-lenguaje que se ha complejizado. Todo indica que la actividad cruzada es un suceso natural que facilita la asociación e integración de información localizada en distintas áreas. Una red de mapas neuronales que ha evolucionado hasta generar fenómenos tan abstractos como nombrar objetos, comprender metáforas o bailar a nuestro ritmo preferido.  

Interpretamos el mundo a través de distintas modalidades y en su punto de unión se manifiesta todo lo que vemos y sentimos. Ya sea durante una conversación de sobremesa o dirigiendo una Rapsodia Húngara, la sinestesia –conscientes o no– es parte de nuestra vida. En todos nosotros hay un artista que, con su paleta de distintos colores, va componiendo el lienzo de su realidad. 

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